Motín en el San Juan Nepomuceno. 19-27/VIII 1805

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1805 — Motín en el San Juan Nepomuceno. 19-27 / VIII




Lo que va a continuación es un documento, que dirige don Cosme Damián de Churruca al general en jefe de la Escuadra don Federico Gravina y Nápoli. Todo sucede entre el 19 y 27 de agosto de 1805.

«Excelentísimo señor:

En la tarde del día 19 del presente mes, dando caza a un buque de guerra enemigo que venía de vuelta encontrada, y se conoció por fragata de guerra; cuando con las mechas encendidas y toda mi gente sobre las armas me consideraba en la mejor disposición posible para combatir, parte de los ranchos destinados a los cañones proeles de la segunda batería vació las ollas de los ranchos privilegiados en el fogón que se había apagado; y algunos de los que estaban también en los cañones decimotercero y decimocuarto de la primera batería, tuvieron igualmente la audacia de robar algunos efectos de rancho, pertenecientes a los oficiales de mar, que estaban depositados en la caja del agua.

No supe tal acaecimiento hasta después de concluida la caza, mandé retirar la gente de las baterías; pero luego que llegó a mi conocimiento, llamé a los ranchos de los tres cañones proeles de la segunda batería, y a los dos de la primera: entre estos cinco ranchos había uno solo de marinería en el decimoquinto cañón de la segunda batería, cuya gente acusó a la tropa de marina del decimotercero y decimocuarto de haber vaciado las ollas, y robado la cena de los oficiales mayores; pero estos últimos estuvieron negativos como los de la primera batería que también eran tropa de marina, y en toda aquella noche y el día siguiente hice diligencias aunque infructuosas, para descubrir los verdaderos reos; considerando que no podía ni debía dejar impune un delito que era gravísimo por las circunstancias en que se cometió; y reflexionando por otra parte, que una corrección fuerte no era prudente sobre un crecido número de hombres entre los cuales podían haber muchos que fuesen inocentes, algunos testigos que no querían declarar la verdad, y tal vez pocos reos; les intimé que quedaban todos privados de ración de vino hasta que ellos mismos no descubriesen los verdaderos culpados, para que sobre éstos sólo recayese el castigo conveniente; y esta privación empezó el día 21, recayendo sobre cuarenta y dos individuos todos soldados de marina, menos ocho que eran gente de mar.

El 24 esto es, el tercer día de dicha privación me fue remitido por el señor mayor general de la escuadra, para que informase, una instancia o recurso de agravio dirigido a V. E. por los soldados de marina Simón Pérez, Dionisio Balderrábano y Pedro Bengaza, tratando de injusticia la privación a que les había condenado su comandante; y quejándose de su rigor extremo; este memorial estaba firmado solamente por Simón Pérez expresando en la antefirma que lo hacía en nombre de todos, pero había sido dirigido contra ordenanza, sin conocimiento ni permiso mío, y conducido al navío Argonauta, según he sabido después, por el cabo segundo de marina Juan Valdés, que está actualmente asegurado en el cepo, y por esto y por haber averiguado yo que es camarada muy familiar de los principales actores del atentado cometido el día 27.

Para poder informar a V. E. con la circunspección y exactitud debida, mandé al alférez de fragata don Benito Bermúdez de Castro, encargado del destacamento de Marina, que preguntase escuadra por escuadra, si efectivamente habían autorizado a los tres soldados que se nombraban en el memorial, para representar a V. E.; y este oficial, habiendo interrogado a todo el destacamento, me informó que sólo nueve dijeron haber convenido que se hiciese dicho recurso, con la seguridad de que dos de ellos no estaban comprendidos en la privación de vino de que se quejaban, y son Eustaquio López y Francisco Gay; pero todos los demás aseguraron no haber tenido noticias ni conocimiento de semejante memorial, ni motivo de queja.

Con este informe me propuse extender el mío para V. E., pero no lo pude evacuar el 25 por ser día de gala, ni el 26 por ocupaciones del servicio.

En la mañana del 27, como a las nueve de ella, cuando iba a extender el informe sobre el citado memorial, hallándome en mi cámara en mangas de camisa, por el gran calor que hacía, me dio parte don Benito Bermúdez de Castro, entonces segundo de guardia, de habérsele dirigido el soldado de Marina Simón Pérez con la solicitud de la ración de vino, y haberle contestado que sólo el comandante podía dársela, pero que el soldado, no contento con decirle en voz alta sobre al alcázar que era una injusticia, añadió que en este buque no se hacía justicia alguna, que entonces le mandó retirar y que oyéndole repetir estas expresiones sin obedecerle, le dio dos empellones para echar del alcázar; añadió el oficial en su parte que a este tiempo llegaron los soldados Domingo Balderrábano y Antonio Antelo con la misma solicitud que Pérez y les contestó lo mismo, pero que insistieron como éste, los amenazó con que los haría dar de palos si no eran subordinados.

A lo cual contestaron Balderrábano y Antelo, que ellos no sufrirían castigo alguno; oído el oficial, mandé que hiciesen asegurar en el cepo por el pronto, a los tres soldados, con el fin de proceder seriamente como parecía exigirlo el caso.

En el momento de disponer el oficial la ejecución de esta providencia salieron de entre la tropa de Marina que estaba en el alcázar, varias voces, diciendo que no se había de castigar a aquellos soldados; y he sabido, después que arrojándose una porción de ellos por encima de la madera de respeto al combés, se dirigieron a la primera batería, donde tenían las armas, gritando: los nombrados a sus puestos.

Yo que me creía obedecido como debía, continuaba escribiendo en mangas de camisa dentro de mi cámara, cuando llegó Bermúdez a decirme que se había sublevado una parte de la guarnición de Marina; y mientras buscaba casaca que ponerme, salió al alcázar mi segundo el capitán de fragata don Juan de Moyna con una pistola descargada que fue el arma que encontró más a mano; habiendo sabido allí que los amotinados estaban en la primera batería, acudió a ella inmediatamente; en seguida salí yo, encontré la guardia ya sobre las armas, apoderada de las escalas y escotillas altas, para que no pudiesen subir los sublevados y un crecido número de tropa de Marina sin armas; en el mismo instante intimé en nombre del Rey la ejecución de muerte en el acto contra cualquiera que no obedeciese en el momento cuando se lo mandase yo o alguno de mis oficiales y contra cualquiera que dejase de concurrir con nosotros a someter los inobedientes.

Toda la tropa que estaba sobre el Alcázar me contestó con un grito general de Viva el Rey y todos estamos pronto a morir al lado de V. S.; y en seguida algunos buenos soldados viejos de Marina me rogaron vertiendo lágrimas que salvase las vidas de los desgraciados que les deshonraban por no saber lo que hacían, y les contesté que interpondría mi mediación con V. E., si eran obedientes y sumisos, pero sin saber aún dónde estaban ni quiénes eran los amotinados.

Entonces recibí un parte, no me acuerdo porque conducto, de que los sublevados se hallaban en la primera batería con las armas en la mano, y que no querían dejarlas si no bajaba el comandante del navío o el general de la escuadra, a quienes estaban prontos a obedecer; me dirigí para allá inmediatamente y encontré en una de las escalas al teniente de navío don Juan Matute, que me aseguró que habían dejado las armas, y que iban a subir sin ellas.

He sabido después que don Francisco de Moyna al llegar a la segunda batería desarmó a un soldado de Marina que con su sable impedía a los voluntarios de la corona tomar los fusiles que tenían colocados en ella; bajó inmediatamente a entrepuentes donde halló a otro soldado de Marina que puesto en la escotilla mayor con su sable en la mano, exhortaba a que no soltasen las armas a los demás que estaban amontonados con ellas en una y otra banda de dicho escotillón; que por lo mismo se dirigió Moyna primeramente a él, mandándole que le entregase el sable; y habiendo rehusado obedecer a su primera y segunda intimidación, le amenazó de muerte, montando la pistola, aunque descargada; entonces huyó el soldado envainada su arma, y se escondió entre los amotinados que se hallaban en la banda de estribor metiendose Moyna entre ellos, los mandó envainar y entregar sus armas; entendió en su confusa gritería que se quejaban de injusticia contra su alférez, y habiéndoles probado lo infundado de sus quejas como que perderían todo derecho por los medios de que se valían, les volvió a mandar que entregasen sus armas; llamó a los sargentos y cabos para que las recibiesen, y no apareciendo ninguno, les ordenó que las dejasen y subiesen al alcázar desarmados, como lo ejecutaron inmediatamente por las escalas de popa; este fue el momento en que encontré a don Juan Matute y me participó la sumisión de aquellos desgraciados.

Moyna siguió para proa para examinar si había quedado alguno; preguntó al centinela de artillería de Marina que estaba sólo él y que otro centinela que reconoció ser un soldado de Marina; pero no le ocurrió por el pronto, que no debía haber allí tal faccionario, y que era puesto por los amotinados, como se ha sabido después, sin duda para impedir que se sacase cartuchería de armas de chispa; por consiguiente, mandó a ambos y aun soldado de la Corona que estaba también de centinela en la escala inmediata del entrepuente, que no permitiesen bajar a nadie por ella; volviéndose seguidamente Moyna para popa, encontró allí algunos amotinados con las armas en la mano, y viendo que uno de ellos respondió a su alférez don Benito Bermúdez que no entregaría su arma mientras no lo hiciesen sus compañeros, le mandó que fuese el primero a darles ejemplo; fue obedecido en el momento por él y todos los demás, y se reunieron sin armas en el alcázar, donde les pregunté cuáles eran sus quejas; Simón Pérez, Bernardo Galán y Blas Alonso, que me parecieron los más atrevidos, me dijeron que habiendo publicado yo unas instrucciones de policía y disciplina arregladas a ordenanzas, en las cuales les hacía saber sus obligaciones, y las penas correspondientes a las diversas faltas que pudieran cometer, se habían conformado y se conformaban gustosos con ellas, pero que no sufrían otros castigos a que no se podían resignar, como la privación última de su ración de vino y las palizas que hacía dar su alférez por quedarse de noche en tierra, habiendo corrección determinada para esta última falta; les convencí de que el delito de haber abandonado sus puestos frente al enemigo para robar, no estaba previsto en la instrucción mía, porque no lo creía posible; y he sabido que las palizas de que se quejaban, han sido dadas solamente a los vendedores de ropas, por haber vendido de munición, vicio reconocido en ellos antes de su embarco en este buque, pues lo tenían anotado en sus libretas.

Vista la cavilosidad y mal carácter de estos soldados, que sin embargo se sometían pidiendo que hiciese yo lo que gustase de ellos, les pregunté si querían ser oídos y juzgados en un consejo de guerra; me rogaron que los castigase yo y que no los abandonase a la justicia de V. E., de la cual no podían dejar de esperar el castigo correspondiente al atentado que habían cometido; les ofrecí que interpondría mi mediación con V. E. para salvarles las vidas, pero que no podría quedar sin castigo, y que debían estar obedientes y hacer cuanto yo les mandase, empezando por ir al cepo los tres que habían motivado tan graves delitos; fueron, en efecto, haciendo todos protestas de sumisión y obediencia, y pasé inmediatamente al navío de V. E. a participar verbalmente lo ocurrido, para no perder tiempo en escribir tan larga relación.

Desde el primer instante de este movimiento insurreccional, acudieron todos los oficiales con el mayor celo a contenerlo; el guardia marina habilitado de oficial, don José de Apodaca, que se hallaba en la cámara baja, comisionado por ellos se embarcó en un bote que había por la popa, descolgándose por los cañones del timón para avisar esta novedad al navío inmediato, que era el Príncipe de Asturias, de donde vino inmediatamente un oficial a ofrecerme auxilios, que no eran ya necesarios en atención a estar ya apaciguado el motín; pero no puedo elogiar bastante bizarra conducta del capitán de fragata don Francisco de Moyna, que arrojándose el primero en medio de los treinta o cuarenta sublevados, supo reducirlos con su valor y prudencia a que dejasen las armas, sin efusión de sangre, y sin dar tiempo a que los sometidos usasen la fuerza, por lo cual espero lo recomendará V. E. a la piedad del Rey.

Los sargentos de la guarnición que se me presentaron todos en el alcázar; toda la tropa de voluntarios de la corona corrió a tomar las armas por un movimiento espontáneo y digno del mayor elogio, para auxiliar a sus jefes; la de Marina que se hallaba de guardia, las tomó igualmente y concurrió a defender las escalas; y el resto de este destacamento que no había tomado parte en el motín, se mantuvo quieto sin armas, habiéndose reunido en el alcázar.

En la tarde del mismo 27 supe que en algunos corrillos de tropa de Marina se trataba todavía de sacar del cepo a los tres que estaban presos, durante la noche, cuando durmiese la gente; pero al mismo tiempo que por medio de los oficiales y sargentos procuré conocer a los verdaderos reos, tomé las medidas de prudencia y precauciones necesarias, así para evitar un nuevo atentado, como para prender a los delincuentes en la mañana inmediata; con estos fines puse en facción a toda la tropa de voluntarios de la Corona, doblando las centinelas, que fueron confiadas a ellos en todos los puestos importantes, y proveyéndoles de sable de la dotación; hice traer con sigilo cartuchería de fusil y pistola del navío Príncipe de Asturias, cargar toda la fusilería de los voluntarios de la Corona y que velasen igualmente que los oficiales de guerra y sargentos, a quienes distribuí pistolas; rondaron unos y otros durante toda la noche, y recogieron las armas de la tropa de marina, incluso de la guardia, en la cual había soldados sospechosos; por la mañana, después de haber introducido en la primera batería un fuerte destacamento de la Corona, y cerrado todas las escotillas para que nadie pudiese bajar al sollado, se hizo el zafarrancho a la hora ordinaria y estando formada en batalla la tropa de Marina sin armas, para pasar la revista, salí al alcázar con los oficiales que no tenían destino particular en otros puntos del navío; a la primera palabra mía, que fue mandar que todos estuviesen quietos, salió con sus armas cargadas toda la tropa de la Corona que estaba esparcida como por casualidad en la toldilla, antecámara y castillo; circundando así el destacamento de Marina, llamé uno a uno, por pie de lista, a los delincuentes; les pedí la razón de su conducta, no pudieron justificarse, y les hice amarrar sucesivamente, reinando en todo el navío el silencio más profundo; y luego que llegó la orden de V. E., para remitirlos al arsenal de la Carraca, los hice embarcar en la lancha, en la cual fueron conducidos tres cabos y treinta soldados maniatados y con escolta conveniente, aprovechando yo este acto para exhortar a la obediencia a toda la tropa y marinería, que me contestó con la promesa de la más ciega sumisión, y gritando: ¡viva el Rey!.

Algunos de los reos me dijeron al embarcarse que los más culpables quedaban todavía a bordo, pero no quisieron declarar quiénes eran y continuando yo en mis averiguaciones secretas para extinguir los reos impunes de la guarnición del navío de mi mando, he descubierto ya a siete más, entre los cuales se halla comprendido el cabo conductor del memorial, cuya amistad íntima con los principales reos, y la circunstancia de haber llevado subrepticiamente dicho memorial al navío de V. E., me lo hace considerar como reo, aunque no fue de los que tomaron las armas.

No confió todavía en haber evacuado el destacamento de Marina de todo lo malo que hay en él, pues puede quedar aún algún resto de la funesta semilla derramada por los hombres perversos remitidos al arsenal; ni creo conveniente que queden en un buque una tropa que ha recibido las lecciones de aquéllos, oído sus discursos y visto un atentado de que no hay ejemplo en los bajeles del Rey ni en sus tropas de Marina; por tanto me ha parecido prudente no restituir sus sables a dicha tropa hasta que V. E. me lo ordene, o disponga lo que le pareciere conveniente, respecto a que están también sin ellos los voluntarios de la Corona.

Nuestro Señor guarde la vida de V. E. muchos años.

A bordo del navío San Juan Nepomuceno en la bahía de Cádiz a 30 de agosto de 1805.

Excelentísimo señor Cosme de Churruca (rubricado).

Excelentísimo señor don Federico Gravina.»


Este documento vio la luz por primera vez, en la edición de la tarde del “Diario de Cádiz”, el día 21 de octubre de 1905. (Centenario del combate)

Cita este motín don Pelayo Alcalá Galiano, en su obra “El Combate de Trafalgar”, pero no se extiende en los motivos y lo deja casi como una anécdota, lo cual no es muy de recibo, ya que tenía su importancia como cualquier motín o sublevación de una tropa a sus mandos.

Por otra parte a veces no se puede ser tan prolijo, pues acabaría uno haciendo la vida de todos los miembros de la tripulación de un buque, lo que podría llevar años.

El documento es autógrafo de don Cosme Damián de Churruca y está en poder por ser su propietario, don Antonio Perea de la Rocha, marqués de Arellano.

Y estuvo disponible al público, también por primera vez, en la Exposición del Libro Antiguo del Mar, que se celebró en el Casino gaditano en 1953.

Pues la anécdota está en que lo he encontrado, en un libro que trata sobre el combate de Cavite de 1898.

Una vez más la Historia había escondido, algo que sí estaba editado, pero en un lugar casi impensable, pero lo hemos descubierto y por ello pasamos a hacerlo público.

Bibliografía:

La batalla de Cavite. Editado por el Círculo de Amigos de la Historia. Editions Ferni Genève 1972.

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