Avilés y Márquez, Pedro Menéndez de2

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Así, llegado el día zarparon y en seis días arribaron a su tierra, donde se entrevisto a bordo con Carlos, al que don Pedro le preguntó que si quería hacerse cristiano como había prometido, él le explicó que no podía abandonar nueve meses como su hermana, ya que era mucho tiempo y sus indios podían exterminar a los españoles, así que se lo pensaría y dentro de otros nueve meses que regresara, así con los consejos y formas que le dijera su hermana, sabría si se hacía cristiano o no. Por lo que el Adelantado se despidió de ellos, levaron anclas y se pusieron a rumbo del fuerte de San Agustín.

Al arribar a la zona divisaron un galeón fondeado en la desembocadura del río, como se distinguía su procedencia se aprestaron las armas, pero al ir acercándose se dieron cuenta que enarbolaba el pabellón del rey don Felipe II, se abarloaron a él y demandó el Adelantado se identificaran; se le contestó que venía de España con bastimentos y víveres, así como que otros catorce se habían adentrado y fondeado en el puerto de San Agustín y otros dos en el de Santa Elena, con más víveres, y que entre todos había dejado a mil quinientos hombres en la fortaleza.

La alegría después de la desesperación con la que venía por la negativa del Gobernador de Cuba fue enorme, así que fondeó en el puerto y se dirigió a entrevistarse con el Maestre de Campo su segundo al mando de todo. Éste le contó todo lo que había pasado en su ausencia, la muerte de los capitanes Martín de Ochoa, Aguirre y Vasco Zabal, así como cinco soldados, Fernando de Gamboa, Juan de Valdés, Juan Menéndez y otros dos, que eran de los que siempre estuvieron con don Pedro y les quería mucho. Todos ellos habían muerto por flechas de los indios, al no tener más remedio que abandonar el fuerte para ir a buscar alimentos, de no ser por ellos todos habrían fallecido de hambre.

Lo curioso del caso, es que los recién llegados se negaron a entrar en la fortaleza y estaban acampados en los alrededores, razón que no tenía ningún sentido, por lo que don Pedro llamó a Consejo de Guerra de Oficiales, así fueron acudiendo todos incluido el General Sancho de Archinega, que era el jefe de la flota de apoyo, así como su Almirante Juan de Ubila, a los que don Pedro recibió con mucho agrado. El general le entregó los despachos de S. M., así que se sentó y los leyó, dándole el por enterado al general.

Le comunicaron que con ellos habían traído a catorce mujeres, así que don Pedro se fue a verlas y las saludó a todas, las cuales quedaron muy agradecidas. Luego se dirigió al vicario que él había nombrado de los cinco clérigos y le encargó que cuidase de las mujeres, las cuales fueron trasladadas a una casa para ellas solas, guardando así los posibles desmanes de sus hombres.

Preguntó el porque de no querer entrar en la fortaleza, a lo que se le contestó que no había sitio para todos. Don Pedro, lo tuvo fácil, se volvió a hacer el sorteo a los dados y la advertencia a los Oficiales, comenzando al día siguiente a hacer prolongaciones al fuerte para dar cabida a la mayoría, ya que trescientos fueron destinados a San Mateo, y tenía previsto que otros quinientos, fueran destinados a las islas de Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba.

Así al tercer día, zarparon con rumbo a la Península los dos galeones, que al mando de su general y almirante retornaron para llevar nuevas peticiones del Adelantado a S. M., así como el capitán Zurita a Puerto Rico, capitán don Rodrigo Troche, a Santo Domingo y el alférez don Baltasar de Barreda a la isla de Cuba, dejando en San Mateo a su capitán don Gonzalo de Villarroel.

Ascendió por el río hasta San Mateo, donde desembarcó y se cercioró que todo estaba en su lugar. Hasta aquí había llegado con tres bergantines y cien soldados, con la intención de continuar el curso del río hacía arriba y saber de él, ya que hasta ese momento no había habido lugar a ello, pues quería saber si era navegable y a donde iba a nacer y por donde discurrían todas sus aguas, ya que podía ser una buena forma de unir varias poblaciones, sin necesidad de salir a la mar y con pequeños buques poder comunicarse más seguros, lo malo iban a ser las diferentes tribus, pero como iba con ganas de hacer amigos y no enemigos, se aprestó a ello sin vacilar.

Como a veinte leguas desembarcó, llevaba a un guía que a su vez hablaba las diferentes lenguas de todos ellos. Así llegaron a un zona donde el cacique era Hotina, y pidió hablar con él, pero le dijeron que le tenía miedo y solo le pedía que hiciera lo mismo que cuando visitó Guale, que llevaba mucho tiempo sin llover y al presentarse el Adelantado coincidió que cayó una buena lluvia.

Don Pedro sonreía de este detalle y que solo le dejaba entrar en su territorio con seis soldados, hizo caso y solo ellos entraron en sus tierras y justo al estar como a media legua del poblado, comenzó de nuevo a llover, así que al llegar al lugar le dijeron que el cacique había huido aterrorizado, ya que si el Adelantado era capaz de que Dios le hiciera caso, él no quería ni verlo pues le daba mucho temor. En el poblado hacía seis meses que no caía una gota.

Insistió don Pedro, que no le tuviera miedo que iba en son de paz, pero le mando decir que no era él suficiente para hablar con un Dios y que le consideraba ya como a su hermano mayor, que visitara su tierra cuando quisiera, pero a él no lo vería. Así que se fueron sin conocerlo, embarcaron y siguieron el curso, esta navegación se hizo más peligrosa, pues las aguas estaba más revueltas, lo que vio peligroso el Adelantado y ordeno a uno de los bergantines que retornara a San Mateo, mientras él continuaría con los dos restantes la exploración.

Después de navegar otras cuarenta leguas, llegaron a tierras del cacique Macoya, que era muy amigo de Saturiba, el gran enemigo de don Pedro, pero Macoya había sido avisado por Hotina y que no era nada de lo que decía Saturiba, ya que a su pueblo se lo había ganado, fue recibido por Macoya, en una explanada donde solo le dejo llegar con seis de sus soldados, pero se entrevisto por medio del interprete y quedaron como amigos, aunque por no enemistarse con Saturiba le dijo que no siguiera río arriba, ya que se estrechaba mucho y sus naves no podrían pasar. De hecho le habían colocado una especie de muralla con troncos y cañas para impedirle el paso, pero el Adelantado no siguió el consejo, regreso a los bergantines y continuó ascendiendo al llegar al punto donde estaba la barrera con los trocos los rompió y prosiguió.

El guía le dijo, que como a unas veinte leguas más arriba había un cacique que le había hecho prisionero en una ocasión por nombre Ays, y que el río llegaba a una gran laguna como de unas treinta leguas de perímetro y de allí le salían dos brazos más, uno que iba a desembocar donde esta Carlos (el jefe y hermano de Antonia) y el otro desaguaba en los Mártires. Pero como a unas seis o siete leguas encontraron otro cacique, por nombre Calabay, con el que pasó lo mismo, (ya que las voces al parecer por la selva corrían más que los bergantines), así que se entrevistó con él y llegó al acuerdo igual que con los anteriores, pero ellos utilizando siempre el numero de seis soldados presentes para la entrevista.

Llegado al punto de tener ya falta de alimentos, don Pedro consideró que en la siguiente ocasión podría alcanzar el gran lago, así que se dejaron arrastrar por la corriente, y por cada pueblo que pasaban salían todos a saludarlos, de hecho en algunos se acercaban y le daban regalos, llegando de nuevo a las tierras de Hotina, quien está vez y ya convencido de que no le iba a hacer ningún mal, consideró el recibirlo pero de nuevo el ceremonial, se hacían llegar como a una legua con los cuarenta hombres que llevaba, pero estos se tenían que parar a medio camino y continuar el Adelantado con los seis de rigor, cuando en las entrevistas cuando menos indios había eran unos trescientos. (Había que tener mucho corazón, valor y confianza en uno mismo y en los suyos para hacer aquel trabajo).

Así alcanzaron la población de Guale, en la que le dieron la noticia de que su sobrino y jefe de la guarnición, don Alonso Menéndez Marqués había fallecido y al mismo tiempo, le dijeron que esperase unos días pues muchos caciques querían adoptar la religión cristiana, por esta razón permaneció ocho días en los que recibió a quince de ellos, todos le pedían cruces y que dejara a cristianos, pues les estaban haciendo mucho bien. Decidió el dejar a un nuevo capitán con treinta soldados, más gente cristiana que le acompañaba para que la población siguiera recibiendo la doctrina.

Don Pedro parecía no poder estarse quito. Llegó a San Mateo y se juntó con el bergantín que había enviado, así de nuevo reunidos continuaron viaje hasta San Agustín. Pocos días después ya estaban listos seis bajeles para ir a navegar en busca de piratas y corsarios, así como visitar los puntos de Puerto Rico, Santo Domingo y Santa Elena, que es donde estaba el cacique Carlos y don Esteban de las Alas de Gobernador de aquel territorio.

Así se formó la flota: Don Pedro de capitán de su nao; el Maestre de Campo, de capitán de la suya y Almirante de la flota; de una carabela, como capitán don Juan Vélez de Mendrano; de otra carabela y como capitán, el alférez Cristóbal de Herrera (el que entró primero en el Fort Carolina con su bandera); de otra carabela, el capitán don Pero de Rodrabrán; de otra carabela, el capitán don Baltasar de Barreda; capitán de la fragata don García Martínez de Cos y al mando del bergantín don Rodrigo Montes, (éste es hermano del Maestre de Campo y uno de los primeros en entrar también en el Fort). Así quedó compuesta la escuadra, con dos naos, cuatro carabelas, la fragata y el bergantín, en total ocho buques, pero al parecer los dos pequeños no los contaban como a tales.

Antes de zarpar, arribó una carabela con la noticia para la que precisamente se estaba preparando; habían zarpado de Francia una escuadra compuesta de veintisiete velas que transportaba entre marinería y tropa a unos seis mil hombres, que al parecer se habían dividido en es tres escuadras, una de ellas ya había tomado la isla Tercera, pero se desconocía el punto a donde se arrumbaban las otras dos.

Por lo que comenzó una autentica carrera, zarpó con rumbo a la isla de Puerto Rico y después a la Habana, donde dejó tropa y artillería, regresó a San Germán, en esta ciudad se reunió con el gobernador y le pidió parecer, éste le contentó que lo mejor era fortificar la ciudad lo mejor posible, así que anduvo de aquí para allá viendo alturas y lugares posibles de desembarco, al mismo tiempo dando las órdenes, para que en cada sitio se quedara una guarnición y se pusieran a trabajar, así iba dejando a cien soldados y cuatro piezas de artillería en cada lugar que le parecía el correcto. (Por lo leído, San Germán era una ciudad de la isla de Puerto Rico)

Continuó su ir y venir, en una de estas visitas se fijó que el torreón de la entrada del puerto estaba en muy mal estado, así que encargo al capitán Juan Ponce de León, que lo pusiera en orden de combate. Al mismo tiempo con el patax, viajó a La Habana y repasó todo como estaba quedando, convencido de ellos regresó a San Germán.

Pero aquí estuvo poco tiempo, pues se volvió a embarcar y navegaron con rumbo a Monte Cristo, la Xaguana y Puerto Real, lugares en los que quiso dejar tropas y no le fueron aceptadas, por haber sufrido ya unos desmanes de los franceses y según los habitantes, era mejor el dejarlos pasar y que hicieran lo que quisieran que enfrentarse a ellos. Pasó a Santiago de Cuba, donde dejó a cincuenta arcabuceros al mando del capitán Godoy, con cuatro piezas de artillería de bronce y con todos los pertrechos para aguantar un mes.

Aquí se le unió parte de la escuadra, pues se sabía que no estaban muy lejos los franceses y no era razonable dejar a su Jefe solo, por lo que zarparon ya en escuadra, con rumbo a Cabo de la Cruz, Manzanilla y Bayán; en su rumbo tropezaron con cinco buques franceses, que haciendo contrabando iban bien cargados de todo, sobre todo de dinero y cueros, así capturados los condujo a la Habana, donde reforzó la guarnición con doscientos soldados y seis cañones, al mando del capitán don Baltasar de Barreda.

Para terminar de arreglar la situación, el indio Carlos parecía no estar ahora muy de acuerdo con la religión, a pesar de los buenos razonamientos de doña Antonia, (la india que había sido llevada a la Habana), pues estuvo a punto de matar al capitán don Francisco de Reinoso, quien se salvó por la reacción de sus treinta hombres. Pues al parecer no podía olvidar que llevaba 20 años su padre y él matando cristianos y de ahí todo el problema. Que quedo patente con el nombre que bautizaron los españoles al canal de Bahamas, ‹El mar de los Mártires› (Era complicado abandonar las viejas costumbres)

Arribó a esta costa don Pedro con seis bergantines, por lo que su llegada y con más de ciento cincuenta hombres Carlos cambió de actitud, de hecho el Adelantado solo iba allí por una razón, que era el ver si el río que desembocaba en las cercanías era el que le llevaba al gran lago y por él buscar el cauce, que le llevara a San Mateo y San Agustín. Por lo que al encontrarse con la tropa encerrada en el pequeño fuerte, le llamó la atención y por ello hizo señales y el capitán Francisco de Reinoso fue a informarle de lo que pasaba, pero al mismo tiempo el indio Carlos llegó al bergantín capitana y subió a bordo, con grandes flexiones se deshizo ante don Pedro para que este no actuara en su contra.

Pero el Adelantado ya llevaba tiempo pensando que el indio Carlos no era de fiar, a pesar de que según decían ellos la india doña Antonia era la mujer de don Pedro, aunque nunca la tuvo, por eso convencido del peligro que representaba tener a tan pocos hombres allí y un fuerte pequeño, ordenó levantar uno mejor construido y mas robusto, a parte de dejar a cincuenta hombres más y algunos ‹bersos›, para que tuvieran más respeto de los españoles, con ellos dejó al Padre Rogel de la Compañía de Jesús, para proseguir la labor que habían empezado sus soldados.

Le llegó noticia a don Pedro, de que el Gobernador de la Habana, había hecho una de las múltiples suyas.

(Esto es solo para dar una idea de las luchas intestinas, provocadas sin duda alguna por las envidias típicas de los españoles y demostrar de paso, que nada o muy poco ha cambiado en el fondo de la razón)

El Gobernador llamó al capitán Baltasar de Barreda, que junto a su alférez acudieron a la cita del Gobernador, este les hizo sentarse en una sillas y rodeados de todos los principales de la capital, comenzó el Gobernador por decirle que había dado orden y bando de que sus soldados quedaran acuartelados, pues de lo contrario serían hechos prisioneros, el capitán pidió razones, el Gobernador le contestó que allí el que mandaba era él, dando un golpe en la mesa el Gobernador, acudieron dos alguaciles y ocho porquerones [1] y le quisieron hacer prisionero pero el capitán echo mano a su espada y se defendió; pero el alférez al oír el ruido del choque de los aceros penetró en el salón y viendo a su capitán tan apurado intervino espada en mano, así pudo el capitán salir de allí consiguiendo salir a la calle, donde ya por el escándalo habían acudido varios de sus hombres, pero don Baltasar les dio orden de retirarse al cuartel y no salir de allí.

Todo esto, porque el Gobernador andaba con un tal Rodabán capitán huido del fuerte de San Agustín, con el que el Gobernador paseaba por las calles y comían juntos, a éste le acompañaban siempre unos veinte hombres, con sus mismas condiciones de desahuciados, pues por la denuncia presentada en la Audiencia de la Habana contra don Pedro, deberían de haber sido hechos presos ellos y enviados a la Península, pero como se juntaron dos que solo querían el fracaso de don Pedro, pues ya se sabe.

Arribó don Pedro a la Habana, se entrevistó con el Gobernador, analizó lo expuesto y dio por sentado que éste no había cumplido la Ley. Por lo que una vez más la cumplió él, pues sacó del cuartel a unos cuantos soldados, ya el capitán huido lo había seguido haciendo, pero el Adelantado entregando algunas monedas fue informado de donde se hallaba, fue a buscarlos y los capturó a todos dando la orden de ajusticiarlos.

Pero saltaron como siempre algunos exponiendo que no tenía potestad para ello y aun menos poder para ejercer de justicia. Para complacerlos y no enemistarse más con los mandamases de la isla, los embarcó en una nao que zarpaba al día siguiente, fueron encepados y revisados los grilletes por el propio don Pedro, los dejó en la bodega y dio orden de sólo darles de comer y beber, que si les soltaban, ellos no tendrían miramientos y los degollarían a todos los de la tripulación, lo que sería su perdición y la de España.

Después de un mes en la Habana ocupado en intentar conseguir que las cosas funcionaran algo mejor embarcó con rumbo al fuerte y población de San Agustín. Al arribar se encontró con otro problema, ya que el capitán Miguel Enríquez (de los enviados en el socorro) estaba desobedeciendo al Gobernador que don Pedro había nombrado, que no era otro que su hermano Bartolomé Menéndez. Llegó a pedir el nombre para entrar en el fuerte al Alcaide, cambió los puntos de centinelas, llevar armas en el recinto, se insubordinó al Gobernador, que quería castigar a uno de sus soldados por haberle desobedecido y se lo arrancó por la fuerza al Gobernador, todo en contra de las órdenes dadas por don Pedro.

Como siempre no se lo pensó, se fue cara a él, le puso la punta de la espada en el cuello, ordenó que lo desarmaran y que le ataran las manos lo llevaron al recinto del Gobernador presidido por don Pedro, se le formó Consejo de Guerra, se hicieron las instrucciones, se le dejó que se defendiera y se dictó sentencia, todo escrito por un escribano. Ésta era el regresar a la Península con los documentos del juicio, dejando al Real Consejo de Indias que juzgara si era o no procedente las determinaciones tomadas y que de ser así, les dejaba a ellos en nombre de S. M. el castigo a cumplir.

Mandó preparar una nao, para aprovechar el viaje pidiendo al Rey más hombres y contándole lo ocurrido en la Habana. Entregó el mando de la compañía del defenestrado al capitán don Francisco Muñoz y como lugarteniente de todo aquel territorio nombró a Esteban de las Alas. Aprovechó este Consejo, para decidir acabar con el cacique Saturiba, que seguía haciendo de las suyas, así se decidió declararle la guerra, como ya don Pedro le había amenazado en tres ocasiones.

Por ello salieron en cuatro compañías, la primera al mando de don Pedro y se internaron en la zona del mando del cacique rebelde, dieron esta batida y mataron a treinta indios, sufriendo la pérdida de dos soldados, así que al anochecer regresaron a San Agustín. Al día siguiente se embarcó con rumbo al fuerte de Santa Elena, al arribar se encontró con el capitán al mando don Juan Pardo y a sus ciento cincuenta hombres, quienes le dijeron que se encontraban muy a gusto en aquel territorio, que lo caciques querían hacerle su hermano mayor y abrazar la religión cristiana, pero don Pedro no se podía entretener.

Las razones, que en Flandes se habían levantado contra el Rey, él había salido hacía allí con tropas. Mientras aquí hacía ocho meses que no llegaba ningún buque con dinero para pagar a los soldados, estaban mal vestidos y peor alimentados, además no era solo La Florida la que estaba bajo su responsabilidad, si no que además lo eran las islas de Puerto Rico, Española y Cuba, y que él ya no tenía dinero para soportar tanta carga, por ello decidió regresar a la Península y hablar en persona con su Rey, así que después de enviar a San Agustín y San Mateo, refuerzos y comida, se decidió ha cruzar el océano de regreso.

Para ello escogió la fragata, que era del porte de unos veinte toneles, y que pudiendo navegar a vela ó remos ó los dos, sería mucho más rápido el viaje. Se cargaron cincuenta quintales de bizcocho y abordaron el bajel por su orden; el Maestre de Campo, su oficial de guarda don Francisco Castañeda; el capitán don Juan Vélez de Medrano, por tener poca salud; los capitanes don Francisco de Copero, don Diego de Miranda, don Alonso de Valdés, don Juan Valdés, Ayala, alférez del capitán Medrano, de Salcedo, don Juan de Aguiniga, don Antonio clérigo y el Capitán Blas de Melro, así como otros hidalgos, con lo que iban en total veinticinco, las personas de más compañía-confianza del Adelantado, así como unos buenos soldados que eran prácticos en el remo, cinco marineros y completaban la dotación los dos capitanes, que debían de haberse embarcado con rumbo a la Península, pero que en la Habana nadie se quiso hacer cargo de ellos, que eran el del desmán de ésta ciudad Pero de Rodabán y el recientemente juzgado Miguel Enríquez. Todos iban armados a excepción de estos últimos, siendo en total treinta y ocho, zarpando el día veintiocho de mayo del año de 1567.

Puede dar una idea de lo rápida que era la fragata, que a los diecisiete días de navegación avistaron las islas Terceras, (suponemos que fue todo un récord para la época), arribaron a ellas y le informaron que el Rey estaba de viaje en la Coruña, para embarcar en una escuadra con rumbo a Flandes. Pensó que lo mejor sería navegar en demanda de este puerto, ya que los buques franceses e ingleses, que pudieran estar esperando a la caza de cualquier buque español, él les podría dejar atrás mientras que si navegaba con rumbo al Cabo de San Vicente, se podía encontrar con los bajeles a remo de los berberiscos y estos si que podrían darle alcance; además que podía darse el caso de llegar a alcanzar a S. M. antes de que hubiera zarpado.

Tomó la decisión de navegar con rumbo a la Coruña, se encontró con vientos contrario, lo que obligó a echar mano de los remos con el consiguiente cansancio de todos. Pero lograron ir acortando las distancias con el puerto y como era de esperar, se encontraron cuando solo les faltaban como tres leguas para arribar, con dos corsarios franceses y uno inglés que al verlo intentaron darle caza, pero tomó un rumbo que era contrario a ellos y favorable a la fragata, lo que le permitió alejarse sin problemas de ellos, arribando así al de Vivero a los dos días.

Desembarcaron y pidió información sobre el lugar donde se hallaba S. M., le comunicaron que seguía en la Corte, ya que no tenían noticias de que hubiera partido para la Coruña. Decidió enviar al alférez Ayala con los dos prisioneros, para ser entregados en la cárcel de la Corte y una carta de él para el Rey, en la que le decía que había vuelto y en breve se acercaría a la Corte para besarle las manos.

Como dato curioso: Decidió al estar a tan solo a veintiocho leguas de Avilés, acercarse a ver a su familia, así se hicieron a la mar de nuevo, pero la fragata iba tan bien, que recorrieron la distancia en un solo día, arribando al puerto pero ya caídas las tinieblas de la noche.

Dio la casualidad de que en el puerto hubieran diez buques de carga, que al ver a aquello que no habían visto nunca, pensaran que eran berberiscos mediterráneos que entraban a saquear la población, la reacción fue lo que no le gusto a don Pedro ya que abandonaron los bajeles y uno se fue contra los bajos sobre la costa. Así que decidió quedarse al medio del puerto fondeado, hasta que pasada media noche se acercó una nave a remos, que les pidió se identificaran, les respondieron que era don Pedro Menéndez.

Los del bajel les contestaron que a él le conocían y si les hablaba sabrían que era cierto. Por lo que don Pedro se levantó y les habló, pero que primero llamaran a los capitanes de los bajeles que habían sido abandonados, ya que quería hablarles a ellos, estos convencidos le saludaron y le dieron la bienvenida, y que les dejaban por que se iban a cumplir la orden.

Ya con las primeras luces del día, se apercibió que los buques estaban con dotación, pero sus capitanes no habían ido a cumplir sus órdenes, así que enfadado por la desidia de estos, abrió fuego de salva con sus tres piezas, al mismo tiempo que tocaban los clarines y desplegar un guión de damasco carmesí y su bandera de campo.

Esto hizo ver a los capitanes quien era en realidad, por lo que comenzaron a abordar sus botes y acercarse a la fragata, don Pedro les ordenó que intentaran recuperar entre todos el bajel medio destruido en las rocas y que cuando lo hubieran hecho, se presentaran a él otra vez.

Después se aclaró todo, eran cinco carabelas portuguesas cargadas de sal, tres barcos de pescadores, uno cargado con hierros que es el que casi se había ido a pique y el restante cargado de madera. Por lo que el Adelantado no les formó Consejo de Guerra, por considerar que eran mercantes y nada tenían que ver como soldados, pero esto no les libró de una buena charla, con el punto final de que eso no debían de volverlo a hacer, aún en las peores condiciones, ya que representaba una cobardía y pérdidas para el Rey de España.

Al desembarcar, lo primero fueron los comentarios de los marineros y lugareños, sobre el tipo de buque que a pesar de su bajo bordo, había sido capaz de atravesar el océano y lo bien artillado que iba, más la cantidad de pendones, banderas y grimpolas que portaba.

Don Pedro con todos los suyos se dirigió a la Iglesia a dar gracias a Dios y su excelsa Madre por tan rápido viaje y lo bien que había funcionado todo, al terminar el oficio de la misa, se dirigió a su casa de la cual por sus largos periodos de embarco, ya que había comenzado por ser el Capitán General de las armadas de Asturias y Vizcaya, de Flandes y de la Carrera de Indias, servicios que llevaba prestando ya dieciocho años y en los cuales solo había estado en su casa cuatro veces, pero todos de muy corta duración pues el servicio de S. M. no daba para más. Así que siempre acompañado por todos los de la población al llegar a su casa, lo recibió su mujer e hijas, los hermanos y sus sobrinas.

De hecho en esta ocasión tampoco estuvo mucho tiempo, ya que viajó a la Corte a besarle las manos al Rey, al cual le hizo la referencia de todo lo que se había conseguido: Le relacionó los combates contra los herejes de Ribault, que había reconocido trescientas leguas de la costas, habiendo descubierto cuatro puertos con cuatro brazas de agua en pleamar, más otros veinte de dos brazas y media, que junto a sus compañeros los habían sondeado y marcado en uno mapas, marcando sus entradas y la extensión aproximada de todos ellos.

Que había hecho las paces con todos los caciques de esa zona, menos con un tal Saturiba, que se había negado por completo y estaban en guerra con él. Había levantado siete poblaciones, de las que en tres habían fuertes y cuatro eran pueblos, siendo los fuertes los de San Agustín, San Mateo y San Felipe, pero a su vez en el interior habían otros cinco, que eran los de: Ays, Tequesta, Cárlos, Tocobaga y el que mandó construir al capitán Juan Pardo, que aún estaba más tierra adentro.

El Rey se quedó muy a gusto por lo descrito, además en la entrevista, le fueron presentados los seis indios con sus arcos y flechas, a los cuales S. M. les dio las gracias por haber hecho el viaje y así darle a conocer que grandes gentes eran. Pero como el Rey Prudente no dejaba de serlo, le refirió que diera por escrito todo lo acontecido para ser entregado a los del Real Consejo de Indias, así que le permitió el estar unos días en la Corte para que realizara con ayuda de escribanos la relación de lo sucesos.

Así consta en documentos del Archivo de Indias de Sevilla, en los cuales se lee, que el Adelantado después de relacionar los hechos contra los herejes, hace verdadero hincapié en los sucesos de la Habana y del comportamiento de los ‹cobardes› , que no solo se le fueron a dicha ciudad, sino que por sutileza “u otros motivos” el Gobernador llegó a creerles a ellos y estorbar al Adelantado en todo lo que pudo, y que todo esto se tradujo, en que si no fuera por él ya tenía bastantes problemas con mantener las colonias de La Florida y en ningún momento pensó en atacar a sus propios compatriotas, las razones no eran de menor importancia y estuvo a punto de plantearse el hacerlo, ya que no solo le impedían hacer las cosas bien, sino que estaban perjudicando a S.M. y haciendo creer que los problemas eran de La Florida y no de España.

Don Pedro, conforme iba contando, como hombre avezado a estos menesteres, se iba fijando en las caras de los miembros del Consejo, y le pareció que no le terminaban de creer, que estaba exagerando todo lo que estaba diciendo, con algún propósito oculto. Advertido de ello, al terminar su relación sacó de sus bolsillos unos papeles y comenzó a hablar.

«Yo antes de ser Capitán General, contaba con dos galeones y treinta mil ducados, había realizado muchos viajes a las Indias y ganado mucho dinero, por lo que era una persona feliz y sin necesidades. Pero me llamó S. M. y me entregó el mando de las escuadras del Cantábrico, después me dio el mando de la expedición a La Florida, el cual acepté sin preguntar, en la preparación de la primera ida, me gasté un millón de ducados los cuales aun debo.

Mis buques, zabras y pataches, en este tiempo me dieron otros doscientos mil ducados, y estos también han ido a parar para sueldos de tropas y capitanes, más los bajeles que se han construido, todo por que S. M. y sus ministros en ningún momento me han auxiliado; nunca cobré un maravedí si no estaba al servicio del Rey; mi sueldo como Adelantado, es el más bajo de todos los del mismo cargo; nunca he gastado en nada que no fuera preciso y hoy me encuentro, no solo pobre sin un maravedí, si no que tengo mis deudas sin pagar, que superan los novecientos mil ducados.¡Esa es toda mi doble intención!»

Notas

  1. Ministros de justicia.

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