Mendez Nunez, Casto3

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Tan convencido estaba de que pronto regresaría a España que escribió a sus hermanas, con carta fechada el día 15 de julio:

«Ahora espero abrazaros pronto porque en este correo pido mi relevo y cuartel para Pontevedra, pues si hasta hoy, haciendo abstracción de todo, he permanecido aquí por un sentimiento de honra, ahora que está en la conciencia de todos que no se renovarán las hostilidades, no quiero ver con impasibilidad lo que creo inconveniente. No dudo me lo concedan inmediatamente, y en ese caso, pronto me veréis por ahí, que es hoy mi más vehemente deseo.»

Como queda demostrado no pide el relevo por "estar enfermo", sino por haber cumplido con su deber y ante la ineficacia de la escuadra en aquellas aguas, lo conveniente para todos era que regresase la escuadra, pero se le olvidó que se estaba negando a tomar parte en algo que él no entraría nunca, pero que sus propios compañeros ministrables iban a tratar de impedir que regresase a España, pues su fama y formas estaban de parte de la Reina, y esto podía ser un grave inconveniente si estaba presente por ser en esos momentos con casi total seguridad el más conocido y famoso miembro de toda la Corporación.

Como explica Mendívil en su obra: «…el clásico procedimiento de la burocracia española, civil o militar; más clásico aún entre militares que entre civiles; es conocidísimo; consiste en dar de oficio, en papel sellado, determinadas órdenes e instrucciones, y al mismo tiempo, en carta particular, explicaciones más o menos vagas, que rebajen o anulen aquellas órdenes, terminado siempre con una frasecilla de ritual: «Usted tiene, amigo mío, amplia autonomía, y obrará en cada caso con arreglo a su sano juicio» Se logra así que el burócrata, el emboscado del Ministerio, no tenga nunca responsabilidad alguna, porque siempre dispone de un texto favorable que esgrimir, y logra también que el destinatario del mensaje sea prisionero del burócrata, que procederá contra él en cuanto el éxito abandone su gestión, invocando o el oficio o la carta, según convenga.»

Pronto recibió la notificación del Ministerio, en la que entre otras cosas le dice: «Considerando que sólo por motivos de salud, de que V. E. no hace méritos, podría otorgársele la gracia que solicita…» Al leer la carta de oficio, don Casto también de oficio contesta: «Excelentísimo señor: He recibido la Real orden que con fecha 24 de julio se sirve V. E. comunicarme, y en la que me notifica que Su Majestad, de acuerdo con el Consejo de Ministros, ha tenido a bien no acceder a mi solicitud de relevo del mando de esta Escuadra y cuartel para la provincia de Pontevedra. Acatando como debo y acostumbro las Soberanas disposiciones, veo con sentimiento en ésta de que me ocupo, que el Gobierno de Su Majestad me niega una petición a que me dan derecho las Reales órdenes vigentes sobre el particular para todos los oficiales de la Armada destinados en Ultramar, sin necesidad de recurrir al manoseado pretexto de falta de salud a que yo no apelaré ciertamente, aunque acaso podría hacerlo con fundamento, por un sentimiento de dignidad y de respecto al uniforme que visto, que no me permite alegar como motivo lo que no es verdad en absoluto. Por lo demás, Excelentísimo Señor, yo espero, con espíritu tranquilo y con la calma y resignación propias de quien tiene la conciencia de cumplir horadamente sus deberes, que al fin llegará un día en que Dios quiera concederme lo que hoy me niega el Gobierno de que V. E. forma parte, después de una no interrumpida campaña militar de diez años con mando de fuerzas sobre todos los mares del globo, excepto los de la Península.»

Pensamos que podría ser más larga, pero mejor escrita por sincera y clara es imposible, porque efectivamente salvo el destino en el Ministerio toda su carrera militar la desarrolló en las Filipinas y en los mares del Sur, en todos demostró estar por encima de su responsabilidad con un gran acierto a la hora de tomar decisiones nada fáciles.

La España de aquellos días era un volcán, los políticos no se ponían de acuerdo en casi nada y estaba a punto de saltar una revolución, que provocaría una vez más la sinrazón de los habitantes contra el régimen establecido, con sus múltiples tropelías y asesinatos. De hecho fue elegido (sin presentarse) diputado a las Cortes, por la circunspección de Coruña y Pontevedra a la que renunció, dado que no quería saber nada de política, pero el Gobierno no se la admitió expresando que: «…sólo puede admitirla el Congreso, ante él, y después de aprobada el acta…» pero no hubo poder ni interés en que fuera relevado del mando de la Escuadra, por ello la Cámara se quedó sin su presencia, saltándose los mismos políticos las Ordenanzas de la supuesta Cámara democrática.

Todo ello provocaba a Méndez Núñez en esos momentos, una animadversión hacía los generales políticos, profesionales de preparar revueltas o golpes de estado, con la insana actitud de conseguir por el medro poder y dinero, (como él mismo dice) «…pero ignorantes, faltos de preparación e indocumentados para desarrollar su trabajo, pues se salía del de su formación y principios.» añadiendo: «…pues debían limitarse a ejercer su profesión y cumplir sus deberes con ahincado celo, manteniéndose dentro de su campo, sin acercarse a la heredad ajena…debiendo las instituciones militares no olvidar su misión y no emplear las armas en imponer su voluntad al pueblo.»

Al terminar la revolución de 1868 llamada La Gloriosa, en la que por primera vez en nuestra Historia un marino tuvo mucho que ver (hasta ésta nunca la Armada había participado en golpe alguno contra el poder establecido), siendo nombrado Ministro de Marina el capitán de navío al mando de la Blanca en el Callao, el que había sido ascendido a brigadier por su gran valor en él, don Juan Bautista Topete gran amigo de don Casto, por ello le envío un larga carta para ponerlo al día de las circunstancias de España, intentando ganarlo para la Revolución. Por ser tan extensa recortamos los tramos más importantes de ella que no hacen perder el hilo de lo acontecido:

«Excmo. Sr. D. Casto Méndez Núñez.
Cádiz, 6 de octubre de 1868.
Querido Casto: Grande será la ansiedad en que habrá usted estado desde la llegada del anterior correo, portador de la noticia de los gravísimos sucesos iniciados en España. Grande será su sorpresa al saber que todo está hoy terminado. Doce días han bastado para derribar del trono a doña Isabel II, haciéndola emigrar con toda su familia, precedidos de los innumerables y malvados consejeros que a este extremo les han conducido…Pues bien amigo mío; en la imposibilidad de darle a usted minuciosos detalles de sucesos tan graves, en los límites de una carta, he creído oportuno comisionar al teniente de navío don José Pardo, oficial de confianza y ya conocido de usted, para que sea el portador de la presente y de los documentos de la revolución y periódicos, y al mismo tiempo de viva voz pueda dar a usted cuanto antecedente y noticia desee. Como verá usted en mis manifiestos, tanto a Cádiz como a la Marina, doy a usted el puesto que le corresponde, y tan sólo en su representación he creído deber ponerme al frente del Cuerpo…Para la destrucción, el país estaba preparado; ahora, para construir, hay que enseñarle, guiarle. Dios nos dé acierto, como puras son nuestras intenciones.
Designado ya para ministro de Marina, la primera orden que firmaré a mi llegada a Madrid será el regreso de usted a la Península, para ponerlo al frente del Almirantazgo que debe regir la Marina; por tanto le ruego que, sin esperar la noticia oficial, entregue usted el mando de esas importantes fuerzas a nuestro amigo Lobo, al que escribo por separado. Mucha, muchísima falta nos ha hecho usted; no se haga usted desear, y ya que la suerte o la desgracia lo ha tenido a usted alejado en la primera etapa de nuestra colosal empresa, venga usted a ser lo que le corresponde en la principal, en la más importante, en la regeneración. Concluyo ésta, querido Casto, asegurándole siempre mi gran cariño. Si usted no viniese con la Navas, por creer conveniente su permanencia ahí hasta su relevo, y Lobo tuviese gran interés en venirse, tampoco encuentro inconveniente en que se quede José Izquierdo mandando lo que sí le suplico es que le deje instrucciones muy categóricas al que se quede, haciéndoles entender a todos la necesidad en que todos estamos de ser muy decididos, pero muy prudentes. Adiós, querido Casto; Pardo es una carta viva, pues de todo le he hablado. Usted sabe que mi amistad y lealtad para con usted nunca se desmentirá, pues le quiere muy de veras, Juan Bautista Topete. ‹Usted leerá de ésta a los comandantes lo que crea conveniente.›»

Don Casto no salió y espero la llegada de Pardo para que le informara, éste le puso al día de todos los acontecimientos ocurridos en España, pero de sus labios no salieron palabras algunas excepto unos ¡Sí! que casi cortaban el viento, no era hombre dado a discusiones. Don Juan Bautista Topete que alardea de conocerle y quererle, no parece que fuera así, no en balde don Casto había ya manifestado a los treinta y dos vientos, que no era participe de insubordinaciones como la que había ocurrido, ahora solo era posible seguir arrastrando el lastre por haberse utilizado su nombre en pragmáticas al pueblo sin haberle pedido permiso, obligándole a tomar parte de algo en lo que no creía ni compartía, demostrando a la nación y a él mismo que no había otra causa mejor, convirtiendo a la Corporación en su fondo una insubordinada en la que ya nadie creería y por ahí don Casto no estaba dispuesto a pasar. Por todo ello si aceptó más tarde, para poder dejar cada cosa en su sitio, algo que le era imposible si no ocupaba el puesto.

Foto de la fragata de 1ª clase Navas de Tolosa.
Fragata de 1.ª clase Navas de Tolosa.
Colección de don José Lledó Calabuig.

Aún le llegó el decreto por el que era relevado del cargo de Comandante en Jefe de la Escuadra del Pacífico, lo transcribimos por lo inusual de su forma pensando que es único en su clase: «Siendo de alta conveniencia que el Gobierno provisional cuente en la capital de la nación con funcionarios que por sus méritos e importantes servicios se hayan conquistado un puesto distinguido en el país, y encontrándose en este caso el jefe de escuadra de la Armada, Excelentísimo Señor D. Casto Méndez Núñez, en uso de las facultades que me competen como individuo del Gobierno provisional, de acuerdo con él y como ministro de Marina; Vengo en disponer…»

Ante la previsible llegada de don Casto, don Juan Bautista avisó al almirante don Casimiro Vigodet, comandante en jefe del Departamento de Cádiz, para que todos los generales, jefes, oficiales y dotaciones que en él se encontraban, recibieran a don Casto como al héroe que era, nombrándolo Vicealmirante (nuevo grado, que era el equivalente al anterior de teniente general) de la Real Armada. Don Casto entregó el mando de la escuadra a don Miguel Lobo Malagamba el día cinco de noviembre, zarpando con la fragata Navas de Tolosa al siguiente día desde la bahía de Río de Janeiro, llegando a la de Cádiz el día quince de diciembre.

Al llegar no se le pudo recibir como el Ministro quería, ya que la zona estaba tomada por Salvoechea, por lo que atravesó en una tartana escondido entre sus cortinas a las desbandadas tropas, llegando a Madrid el día dieciocho (lo que nos hace pensar que solo paró en alguna ocasión, pero ni siquiera para dormir, ya que en solo tres días recorrió la distancia de Cádiz a Madrid, en 1868); el mismo día de su llegada a la capital tomó posesión del nuevo destino como vicepresidente de la Junta provisional de gobierno de la Armada, pasando después del acto oficial a descansar del viaje.

Al presentarse al día siguiente, se le notificó su ascenso, pero una vez más volvió a salir el hombre, que con su entereza y probidad, resolvió enviar un oficio al Gobierno rehusándolo, siendo dirigido a don Juan Bautista Topete, Ministro de Marina, diciendo:

«Ruego a V. E. y al Gobierno tomen en consideración que apenas hace siete años me honraba yo con las modestas charreteras de Teniente de Navío, y que para que pueda ser útil a mi Patria y al Cuerpo de la Armada no es indispensable la concesión de un nuevo empleo, que sólo desearía obtener cuando nuevos servicios prestados al país me hicieran digno de él, no solamente en concepto del Gobierno, sino también en el de la opinión pública y en el mío propio.»

Con esta renuncia se separaba de los arribistas, que solo buscaban estas ocasiones para lucir más entorchados, marcando meridianamente la diferencia con ellos, solo se hacía cargo del puesto pero no de los bienes ni medios en los que se le otorgaba, pues él solo lo hacía por intentar mejorar la imagen de la Armada mezclada con esta revolución que de ninguna forma compartía. Sí recibió en cambio, muchas cartas de compañeros en las que le manifestaban no estar conformes con lo que se había hecho y que lo justo era entregar el trono al Príncipe de Asturias, don Alfonso.

Comenzó el año de 1869 y al igual que al tomar el nuevo destino ya tuvo sus diferencias, las cosas empeoraron por días, se promovieron motines en Andalucía, posteriormente y casi seguido en Cataluña, siguiendo Valencia y Zaragoza, fueron asesinados varios gobernadores, cuarenta mil paisanos en armas, el duque de la Torre Regente del Reino, estaba encarcelado por orden de don Juan Prim Prat, como anteriormente fue prisionero el general Espartero del mismo duque, lo que indica la estabilidad política de España y la cantidad de golpes que se dieron en ese desgraciado siglo XIX, sin lugar a dudas el peor de la Historia de España.

Como eje de la nueva Armada don Casto volvió a poner en marcha el Almirantazgo. Recibía más y más correspondencia de compañeros, para que se uniera a la revolución, todos con grandes palabras, que como ya había dicho don Casto en otra ocasión, en él no causaban mella, puesto que su sentido del honor y rectitud le hacían desoír los cantos de sirenas, estando convencido que no sería posible que la revolución durara mucho tiempo.

Pero no cejaba en querer cumplir con su obligación, así que diseñó un plan que cercenaba casi por completo los miles de sucesos por los que se escapaban los duros de la época, a ello añadía la inquebrantable fe obligatoria del buen militar, el sacrifico, para ello imponía en ciertos puestos un «medio sueldo» y con ello ahorrar, o mejor dicho gastar mejor el dinero de los españoles, dedicándolo a la construcción de nuevos buques, que eran necesarios para mantener el estatus conseguido en esa época. Pero a todas estas medidas, la mayoría de la Corporación dejaron de mirarle a la cara, lo que sí cabe aún le confirmó más su buen hacer, aumentando su desprecio a todos aquellos que vistiendo uniforme se dedicaban a la política.

Al llegar a su casa el día treinta de marzo, el portero le entregó una carta, no llevaba remite ni destinatario, miró al hombre y éste se encogió de hombros, optando por quedársela y al llegar a su despacho se sentó y la abrió.

«Excelentísimo Señor D. Casto Méndez Núñez.
La cualidad anónima de esta carta me elude de la necesidad de guardar etiqueta alguna, y alejará de V. E. toda sospecha de interés y de que trato de lisonjearle.
Gran número de personas reunidas hace muy pocos días hablaban de la deplorable situación en que se encuentra España. Tocáronse cuantos puntos estuvieron al alcance de aquellos hombres para conseguir la felicidad de la nación y a todos se les pusieron inconvenientes. Por último, de aquel núcleo de personas entre las cuales se hallaban de todos los partidos y todas las ideas, salió la opinión imparcial, nacida únicamente de las puras simpatías a V. E. y de la nobleza de sus sentimientos, acreditada siempre, y hoy más con la digna conducta política seguida en los últimos acontecimientos, que V. E. es el único en España digno de ocupar el alto puesto que otros reservan a personajes extranjeros.
Adjunto es un ejemplar de los impresos hechos con objeto de publicarlos. Los esperan con anhelo en Barcelona, La Coruña, Sevilla, Badajoz y otros puntos en que ya saben nuestro fausto pensamiento. El partido de V. E. se extiende por España como la luz de la alborada por los campos, pura y resplandeciente, sin la menos mancha que la empañe.
Ahora bien; de 3.000 ejemplares que he mandado tirar sólo han salido de mis manos 100, y eso fué sin mi permiso, y sólo con el buen deseo el que lo hizo de observar el efecto que producían. Ya habrá sabido V. E. que ha sido maravilloso, puesto que en cafés y en todas partes donde se ha sabido han aplaudido semejante idea y han creído el único medio conciliador para los partidos.
No obstante de este buen resultado, el objeto de esta carta es que sin que V. E. conozca a los que nos vanagloriamos de haber tomado esta iniciativa, podamos contar con la opinión de V. E., teniendo presente que nadie puede privarnos en las actuales circunstancias de que emitamos libremente nuestras opiniones y las defendamos en cuantos terrenos fuese necesario, pues a todo estamos dispuestos.
Por tanto, espero de V. E. se sirva aconsejarnos respecto a tan delicado asunto, y manifestarnos si consiente en que corran las hojas volantes, en cuyo caso se imprimirán y circularán por toda España con rapidez; pero si V. E. cree inconveniente este paso, con el más profundo dolor pondremos en su poder, de una manera anónima, pues que juramos no nos conocerá nunca para evitar torcidas interpretaciones, todos los impresos cerrados y lacrados para que no sepa nadie lo que es.
Hoy mismo esperamos que V. E. contestará a esta carta, poniendo la suya sin sobre escrito, y entregándola al portero para que éste lo haga a quien esta misma noches la pida.
Reciba V. E. nuestra más cordial enhorabuena y las muestras de la extremada simpatía que nos inspira y la expresión del afecto de Algunos de sus partidarios.
Hoy 30 de marzo»

A su vez la hoja volante dice:

«Españoles: Las revoluciones que no adquieren inmediatamente el fruto de su desarrollo, fatigan el ánimo de los ciudadanos, como la fiebre al enfermo débil. Ante el espectáculo actual, ante las inexplicables peripecias que a sus ojos se presentan, el más valiente corazón desmaya, la fe más íntima vacila.
Cuando nuestra patria gemía bajo el yugo tenaz de sus ciegos opresores, se entregó sincera a los brazos de los que la ofrecían salvarla, y con el anhelo de romper sus cadenas, les proporcionó todo lo que hubieron menester para conseguir sus fines. ¿Tan fatal había de ser el destino del heroico pueblo español, que facilitara a sus caudillos revolucionarios, como Solón en Atenas, todos los elementos necesarios para convertirse en modernos Pisistratos? No es posible que tal suceda.
Apenas el grito de libertad resonó en los mares gaditanos, estremeciendo los cimientos del difamado trono, los regeneradores aparecieron entre nubes de incienso y vítores, llenos de fe, llenos de entusiasmo, justificando su amor a la patria y la igualdad para con sus hermanos. Demócratas se llamaron y demócratas se llaman; pero ¡ay! demócratas como los de Esparta y Atenas.
¡Demócratas los que derribaron el castillo de una dinastía para levantarlo tal vez de nuevo sobre los mismos cimientos! ¡Demócratas los que acaso piensen sacrificarla al impulso de exageradas simpatías, de impremeditados compromisos!
Pero no desmayéis a semejantes dudas; no os entreguéis al desaliento ni al escepticismo. Los pueblos, mientras más sufren más se ilustran; mientras más se iluminan más aseguran su progreso, y España ha aprendido mucho desde la revolución de septiembre, y no puede retroceder.
La revolución, sí, conquistó y dió la libertad, pero ¿acaso está hecho todo? ¿Bastará esto para que sus legítimas consecuencias sean lógicas e impresentables? Os engañáis…¡ Son tan raros los Perm, Franklin y Wáshington!
Y cuando habéis comprendido esto, cuando veis que más y más se eleva en la esfera oficial la forma de la Monarquía, y que la de la República decae, hay que pensar en el medio salvador de fatales conflictos, con noble y absoluta independencia, a impulso sólo de un patriotismo acendrado y ante ideas sinceramente conciliadoras.
Allí se levantan unos proponiendo para el trono de España al Duque de Montpensier; más allá, otros, al de Aosta; aquí, a D. Fernando de Coburgo; allí a D. Carlos de Borbón; cuál al ilustre Duque de la Victoria; cual piensa en la restauración.
¿Qué es esto? ¿Por quién y para quién se ha hecho la revolución? La revolución la ha hecho España para España; el pueblo para el pueblo. Pues bien; de España debe salir el jefe del Estado; del pueblo debe salir su Rey.
¿Acaso no halláis ninguno en la nación con la aptitud suficiente? ¿Acaso porque haya de respetarse en el invicto héroe de Luchana el cansancio de sus años, el reposo de sus largas fatigas, para abrumarlo con el enorme peso de una corona, no encontráis otro español digno de ella y ha de pretenderse en extranjero suelo? ¿O créese, quizás, condición imprescindible para ese trono estirpe regia o aristocrática? Absurda sería tal idea cuando se trata de establecer una Monarquía democrática, según las significativas y generales tendencias de la mayoría.
¿Queréis que yo os designe un hijo legítimo del país? ¿Queréis que yo os nombre un ciudadano, simplemente, de pura sangre española, nacido del pueblo y digno y apto para ello? ¿Queréis que os señale un hombre político, cuyos talentos y valor heroico han sido reconocidos por toda la Prensa, por todos los partidos, por todos todas las naciones? ¿Queréis un hombre digno por su abnegación en pro de su patria, por la lealtad de su carácter, por su desinterés probado rechazando recompensas deslumbradoras, a la vez que honrosamente merecidas, por las simpatías, respeto y popularidad que se ha captado dentro y fuera de España? ¿Un hombre cuya elevación al trono sería la más económica al país por sus modestas aspiraciones y ningunas exigencias, cuya elección haría desaparecer animosidades, emulaciones y diferencias entre propios y extraños?
¿Queréis saber quién es? Ese ciudadano, ese español, ese hombre que reúne tan especiales condiciones, es el que, arrostrando sereno el fuego abrasador de los cañones Armstrong y Blakeley, al verse desfallecer por la pérdida de su sangre, pronunció estas palabras tan sublimes como el ¿Quid times? del Cesar: «Tapadme la cara, para que no desmayen los marineros al verme herido» Ese es el héroe del Callao, ese es Casto Méndez Núñez.»

Don Casto al leer esta proclama, simplemente la estrujó con su mano y tiró a la papelera de su despacho. Él no estaba por esa labor a la que siempre se había opuesto y ahora no iba a caer en la trampa contra sí mismo. Lo que todavía dice más de su honor contra cualquiera que intentara jugar con su nombre, aunque todos los partidos estuvieran de acuerdo, se mantenía en la firmeza de su carácter y fe en su oficio, que ya lo había demostrado.

A pesar de no entrar en el juego, como siempre no pudo evitar encontrase en una mala situación, pues de pronto le salieron enemigos por todas parte, unos de su misma Corporación, otros porque no era aristócrata, otros, en fin por pertenecer a ciertas sectas no tan secretas, el caso es que debió de sentirse tan mal que no soportó más permanecer en el Ministerio.

Foto del vapor de ruedas Colón.
Vapor de ruedas Colón.
Colección don José Lledó Calabuig.

Pero la vida es así, de vez en cuando gasta malas pasadas cuando menos se le espera y ni siquiera pudo presentar su dimisión, dado que a finales del mes de julio al estar subiendo la escalera del Ministerio, cosa muy rara en él que era un hombre robusto, casi no pudo llegar a su despacho; según nos narran, se sintió muy cansado, un mal estar general, una opresión extraña en las sienes, unos súbitos escalofríos que lo destemplaban, por todo ello decidió bajar de nuevo la escalera y regresar a su casa en la plaza de Santa Ana, al llegar a su domicilio fue llamado un médico y añadió a lo mencionado una fiebre no muy alta.

Don Casto en principio no le dio importancia, pues el día uno del mismo mes de julio había cumplido los cuarenta y cinco años, y en realidad era la primera vez que se sentía tan mal, se le dieron medicamentos pero no mejoraba, esto le llevó a desplazarse a su casa paterna en Pontevedra, abandonó Madrid el día veintiocho del mismo mes, con destino a Lisboa pues a esta capital había un tren directo; el día treinta manda un telegrama al Ministerio: «Sin novedad, me traslado bordo desde estación, Méndez» al llegar le estaba esperando el vapor de ruedas Colón, el cual abordó y lo desembarcó en Marín a tan solos siete kilómetros de su ciudad, desde aquí el comandante del vapor con fecha del día dos de agosto comunica al Ministerio: «El contralmirante Méndez Núñez ha llegado a su casa esta mañana, bastante mejorado.» estaba ubicada su casa en la plaza de la Hierba (hoy lleva su nombre)

Con fecha del día cinco otro telegrama al Ministerio: «Sigo bien, mejorando muy lentamente; agradezco el buen deseo» El día diez vuelve a saberse de él: «Sigo bien, pero sin mejoría notable agradezco interés del ministro y del Almirantazgo.»

Unos días después se le agudizó la enfermedad, con vértigos, desvanecimientos cortos pero profundos, dolores agudos en distintas zonas del su cuerpo, nadie pensaba en un fatal desenlace dada su fortaleza natural, el día diecisiete su hermano don Genaro Méndez Núñez envía un telegrama al Ministerio: «Casto, muy mal; médico, poca esperanza», el día diecinueve vuelve a enviar otro en estos términos: «Casto está expirando; a las nueve pidió confesor, confesándose tranquilamente; está haciendo testamento; deja al Museo Naval el sextante y reloj que le regaló la Marina.» el día veinte envía otro que ya no da opciones: «Fatigosa agonía; desde las tres continúa sufriendo, casi sin vida, aunque con conocimiento.» y al día siguiente veintiuno: «Contralmirante Méndez Núñez está con Dios desde las cinco y diez minutos, después de una muy penosa agonía.»

Murió el día veintiuno de agosto de 1869, en la ciudad de Pontevedra, cuando sólo contaba con cuarenta y cinco años de edad.

Hasta el último aliento demostró que nada quería para sí, si no se lo había ganado, por ello al testar devuelve al Ministerio, a su Museo Naval los regalos que de éste había recibido en vida. Ni siquiera muerto quería que nadie pudiera decir, se ha quedado con esto o aquello, mayor honradez imposible. Y ejemplo a seguir.

Para aseverar el capitán general de la Armada y I Almirante, Excmo. Señor don Casimiro Vigodet y Garnica, escribió un pésame al finado, destacando un párrafo que dice: «…pidamos a Dios conceda a la Armada muchos hombres que calcen los puntos del finado que hoy lloramos…»

Fragata de 2.ª clase Lealtad.
Colección de don José Lledó Calabuig.

Entre otras condecoraciones estaba en posesión de las siguiente: Caballero de la Orden de Pío IX de Roma; Cruz de Fernando Poo; Comendador de la Real y Muy Distinguida Orden Española de Carlos III; Gran Cruz de la Real y Muy Distinguida Orden Española de Carlos III y Caballero de la Real y Militar Orden San Hermenegildo.

A lo largo de la historia naval de España, hay pocos jefes que hayan estado más compenetrados con sus subordinados, que lo estuvo Méndez Núñez; los que formaron parte de las dotaciones de los buques de la Escuadra del Pacífico, sencillamente le idolatraban; en el Museo de Pontevedra, existe la muestra palpable de ellos pues se encuentran centenares de fotografías, en la que el jefe está fotografiado hasta con el más humilde de los marineros o soldados a sus órdenes.

En el año de 1872, se otorgó a su familia la merced del título de Marqués de Méndez Núñez, para perpetuar las glorias de este esclarecido patricio español, llevando hoy tan honroso título un ilustre ingeniero de caminos sobrino suyo (1929).

Foto del mauselo en el que esta enterrado don Casto Méndez Núñez, en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando en la ciudad de Cádiz
Mausoleo en el Panteón de Marinos Ilustres.
Cortesía del Museo Naval. Madrid.

Los restos mortales de don Casto Méndez Núñez, fueron enterrados en Pontevedra, al cumplirse el periodo establecido de cinco años, fueron inhumados en 1874, siendo trasladados al panteón de la familia en la capilla de El Real, en Moaña, provincia de Pontevedra, bahía de Vigo, donde fueron visitados el día dos de agosto de 1877 por S. M. don Alfonso XII, quién decretó que fueran trasladados al Panteón de Marinos Ilustres, cuyo acto se verificó el día nueve de junio de 1883, conduciendo los restos la fragata Lealtad, asociándose a los honores la Escuadra británica al mando del almirante Dowell, que se hallaba fondeada en el puerto de Vigo.

En el Panteón, capilla segunda de la izquierda, o del Este, reposan para siempre estos venerados restos bajo un mausoleo en que se leen las inscripciones siguientes:

R. I. P. A.

El Excmo. Sr. Contralmirante
Don Casto Méndez Núñez
Falleció en 21 de agosto de 1869.

Modelo de grandes virtudes
Consagró su vida al servicio de la Patria
Cuyas glorias enalteció en el mando
de la Escuadra del Pacífico.

En una corona:

Los españoles residentes
en la República Argentina
Al insigne Almirante D. Casto Méndez Núñez.
1885

Bibliografía:

Casto Méndez Núñez, Héroe del Callao, 1824-1924. Libro Homenaje al glorioso marino vigués editado por “La Mundial”. Vigo 1924. El producto de venta del presente libro se destinará íntegramente a engrosar la suscripción para la bandera de combate, que el pueblo de Vigo regalara al crucero «Méndez Núñez».

Cebrián y Saura, José.: Páginas Gloriosas de la Marina de Guerra Española. Imprenta M. Álvarez. 1917.

Cervera Pery, José.: El Panteón de Marinos Ilustres, trayectoria histórica, reseña biográfica. Ministerio de Defensa. Madrid, 2004.

Cervera y Jácome, Juan. El Panteón de Marinos Ilustres. Ministerio de Marina. Madrid. 1926.

Concas y Palau, Víctor Mª.: El Combate naval del Papudo. El 26 de noviembre de 1865. Imprenta del Ministerio de Marina. Madrid, 1896.

Estado General de la Armada para el año de 1847.

Estado General de la Armada para el año de 1849.

Estado General de la Armada para el año de 1853.

Estado General de la Armada para el año de 1854.

Estado General de la Armada para el año de 1856.

Estado General de la Armada para el año de 1859.

Estado General de la Armada para el año de 1864.

Estado General de la Armada para el año de 1866.

Estado General de la Armada para el año de 1869.

Fernández Duro, Cesáreo. Disquisiciones Náuticas. Madrid 1996. Volumen III.

Filgueíra Valverde, José, Día de la Hispanidad. En el centenario de Méndez Núñez. Pontevedra. 1969.

García Martínez, José Ramón. El Combate del 2 de Mayo de 1866 en el Callao (Resultados y conclusiones tácticas y técnicas). Editorial Naval. Madrid, 1994.

García Martínez, José Ramón. Méndez Núñez (1824-1869) y La Campaña del Pacifico (1862-1869). Xunta de Galicia, 2000. 2 tomos.

Glorias de España. Combate de El Callao, dos de mayo de 1866. Madrid. Mayo de 1898.

González de Canales, Fernando. Catálogo de Pinturas del Museo Naval. Tomo II. Ministerio de Defensa. Madrid, 2000.

Guardia, Ricardo de la.: Notas para un Cronicón de la Marina Militar de España. Anales de trece siglos de historia de la marina. El Correo Gallego. 1914.

Iriondo, Eduardo. Impresiones del Viaje de Circunnavegación en la fragata blindada Numancia. Madrid, 1867. Pagada por el autor.

Lledo Calabuig, José. Buques de vapor de la Armada Española, del vapor de ruedas a la fragata acorazada, 1834-1885. Agualarga, 1998.

Mendivil, Manuel de. Méndez Núñez o el honor. Madrid, 1930.

Mendivil, Manuel de. Méndez Núñez, su Marina y la Marina de hoy. Ministerio de Marina. Madrid, 1924.

Novo Colson, Pedro de. Historia de la Guerra de España en el Pacífico. Madrid, 1882.

Pola, Conde de Santa. La Vuelta al Mundo en la Numancia y el Ataque del Callao (Apuntes para una biografía del Almirante Antequera). Editorial Naval. Madrid, 1993. 2.ª edición.

Rodríguez González, Agustín Ramón. La Armada Española, La Campaña del Pacífico, 1862-1871. España frente a Chile y Perú. Agualarga. Madrid, 1999.

Scheina, Robert L.: Iberoamérica. Una Historia Naval 1810-1987. San Martín. Madrid, 1991.

VV. AA.: Documentos relativos a la campaña del Pacifico (1863 — 1867) Museo Naval. Madrid, 1966 — 1994. 3 Tomos.

VV. AA.: Méndez Núñez, El Marino y sus buques (1840-1869). Recopilación de libros (fotocopias) y artículos de la Revista General de Marina, así como de la Revista de Historia y Cultura Naval, en originales y ordenados por don José Lledó Calabuig. Encuadernados en un tomo. Obra que suponemos única sobre éste marino.

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