Lope Martin 1566
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Fernández Duro, Cesáreo.: La Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón. Est. Tipográfico «Sucesores de Rivadeneyra» 9 tomos. Madrid, 1895-1903. | Fernández Duro, Cesáreo.: La Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón. Est. Tipográfico «Sucesores de Rivadeneyra» 9 tomos. Madrid, 1895-1903. | ||
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Lope Martín 1566
«Es el documento 47 del tomo tercero de la Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas en Ultramar y dice:
Relación del viaje efectuado por el galeón San Jerónimo desde Acapulco a las islas Filipinas, escrita por Juan Martínez, quien iba de soldado en el navío. Este farragosísimo aunque en modo notable curioso documento, describe cómo el día 1 de mayo de 1566 partió el San Jerónimo de Acapulco para las islas Filipinas llevando refuerzos a Legazpi, y al mismo tiempo la noticia del feliz arribo de la nao San Pedro a las costas de Nueva España. Un malagueño llamado Pedro Sánchez Pericón mandaba el galeón, como piloto fue designado Lope Martín.
Éste comprendió desde el primer momento que el servicio que le ordenaban suponía para él tener que comparecer ante Legazpi, complicación que no se le ocultaba como muy grave para su seguridad personal. Pensaba, no sin razón, que Legazpi no dejaría sin castigo su delito anterior desertando de la Armada a bordo del patache San Lucas. Lope Martín no ocultó desde este momento sus perversos designios.
Su primera hazaña la constituyó el enrolamiento como marineros del galeón de más de cien sujetos, los de peores antecedentes que pudo hallar en Acapulco, con los cuales le pareció más fácil llegar a cabo sus propósitos. En el proveedor de Su Majestad en el puerto de Acapulco, un vasco llamado Rodrigo de Ataguren, halló Lope Martín un auxiliar incondicional.
Juan Martínez añade a este respecto el curioso detalle de que, a pesar de encontrarse en Acapulco ‹muchos vizcaínos› marineros Ataguren no sólo obstaculizó su enrolamiento, sino que además procuró eliminar a los vascos ya alistados para la travesía ‹porque no era esta nación con quien él se hallaba bien para hechos semejantes›. Juan Martínez dice igualmente que como maese del galeón había sido proveído el vasco Pedro de Oliden, pero que Ataguren le sustituyó por un tal Ortiz de Mosquera, hombre más fácil de acomodar, como pronto se verá, a los planes de Lope Martín. Esta maniobra, salvó la vida a Oliden, pues su muerte estaba premeditada, según la declaración del soldado Martínez.
Resuelto Lope Martín a enderezar el galeón a cualquier parte menos a Cebú, donde sabía a Legazpi, organizó un golpe de acuerdo con buena parte de la tripulación. Dedúcese del escrito de Martínez que Lope Martín comenzó a prepararlo cuando aún no había trascurrido la segunda semana de navegación.
El agente principal de Lope Martín llamábase Felipe del Campo ‹principio, medio y fin de todas maldades›, según Martínez. Lope Martín era hablador; Felipe del Campo, cauteloso. Pronto comenzó a alborotarse la tripulación del San Jerónimo, azuzada por Lope, que, ‹como lo tenía por costumbre, comenzó a vaciarse de boca› contra el capitán Sánchez Pericón.
Los indicios de rebelión eran tan ostensibles, que Sánchez Pericón se creyó en el caso de reforzar las guardias, y más desde la mañana en que su caballo apareció en la sentina cosido a puñaladas. Pero por otra parte, su carácter áspero vino a ayudar admirablemente los planes del piloto, que, conjurado de manera manifiesta con Felipe del Campo y Ortiz de Mosquera, entre otros muchos, atizó el odio de la mayoría de los tripulantes contra el capitán. Las señales de algo grave e inminente vinieron a ser tan claras, que Juan Martínez dice haberse visto obligado a advertir aquellos alarmantes detalles a Sánchez Pericón.
A la media noche del día 3 de junio, segundo día de Pentecostés, sublevó Lope Martín su gente. El capitán Sánchez Pericón y su hijo fueron apuñalados en el mismo camarote donde dormían por el sargento mayor Ortiz de Mosquera y otros conjurados.
En seguida del crimen, Ortiz de Mosquera dirigió en cubierta la palabra a la tripulación y soldados pretendiendo justificar el doble asesinato en idénticas intenciones supuestas por él en el difunto hacía su persona y las de otros amigos suyos. Inmediatamente, un bando conminó a todos la entrega de las armas bajo pena de muerte.
Al amanecer, Ortiz de Mosquera tomó el mando en jefe del galeón. Pero la apetencia de mandar disgregaba ya el bloque de sublevados, unidos tan solo por la premeditación del crimen. El galeón quedó convertido en un infierno de mutuos recelos.
Por añadidura, el doble asesinato no cumplía totalmente los designios de Lope Martín, el cual, por medio de algunos malvados incondicionales suyos, sugirió a Mosquera la conveniencia de someterse a una parodia de proceso, a fin de acallar las murmuraciones sobre aquellas muertes, para de esa manera dar un aspecto de legalidad indiscutible a la sublevación.
Aseguróse a Mosquera en un largo parlamento nocturno, pues él no se dejaba fácilmente convencer, la certidumbre absoluta del resultado absolutorio del proceso, que le permitiría en adelante ejercer el mando con autoridad acrecentada y sin mancha alguna en su prestigio.
El piloto logró convencer a Mosquera, cuya detención fue efectuada al amanecer. Es obvio añadir que Mosquera creía todo un simulacro. Un almuerzo espléndido preparado enseguida, y al que acudió Mosquera junto con todos los compinches, afirmóle todavía más en esa creencia.
Tanto que al final de la comida, cuando ‹él y todos sus aliados almorzaron mucho del tocino y vino›, es decir, sobrepasada con creces la medida, ‹le echaron unos grillos en buena conversación y risa y lo mismo se reía él›, Mosquera volvióse a Lope Martín para decirle ‹muy risueño› que era hora ya de finalizar aquellas ‹niñerías› a que estaba sometido.
Pero Lope Martín, que era el único allí que gozaba íntegramente de sus facultades, le contestó con sombría severidad que el proceso terminaría cuando se le hiciera justicia conforme merecían los asesinatos que había cometido. Mosquera fue conducido a cubierta, y en aquel mismo punto fue también llamado el capellán.
Aterrado éste del nuevo crimen inminente, apostrofó a Lope Martín con ánimo de volverle de su terrible acuerdo, pero el piloto y sus adláteres le volvieron las espaldas.
A una señal de Lope Martín cogieron los marineros a Mosquera y le ‹izaron sin darle tiempo para confesarle ni aun para decir Jesús›, aunque según el soldado cronista, decíase que algo antes se había confesado. Mosquera fue, por último lanzado al mar con grillos y todo, ‹medio vivo› todavía.
Éste nuevo crimen ocurrió el sábado 22 de junio. En el mismo punto que Mosquera era ‹sepultado en el ancho mar› Lope hizo publicar que había sido muerto por “sodomita”.
Previamente a la comisión de este nuevo asesinato, Lope Martín hizo prender a algunos elementos sanos que sospechó pudieran estorbarle sus planes.
El nuevo crimen dio a Lope Martín lo que tanto ansiaba: el mando absoluto del galeón. Ahora podía por fin, poner el rumbo que mejor le conviniese.
Pero como todavía continuaban viviendo aquellos hombres honrados puestos en prisión antes del asesinato de Mosquera, Lope Martín imaginó la manera de desembarazarse de todos cuantos le inspiraban sospechas. Lope recelaba, sobre todo, de los soldados.
Demasiados se le alcanzaban que más tarde o más temprano hubieran de alzársele. Pero estaba escrito que aquel criminal fuese víctima del atroz engaño por él mismo imaginado.
Al llegar a una de las islas de los Barbudos, Lope ordenó carenar el galeón, según él, incapaz de seguir adelante sin esa operación previa. De acuerdo con sus órdenes, el galeón fue descargado, sin omitir ‹cajas y hato› de los soldados.
Lope desembarcó, lo mismo que toda la tripulación, pero hubo quienes, sin embargo, adivinaron las siniestras intenciones de Lope Martín.
El capellán, don Juan de Vivero, hasta se atrevió a hablar a uno de los más íntimos de Lope para rogarle dejara de llevar a efecto el inhumano plan que proyectaba: dejar en aquella isla a todos sus enemigos. Pero esta sugerencia no tuvo efecto.
Para entonces, el contramaestre Rodrigo del Angle y algunos otros tramaban ya una conjura contra aquella atroz tiranía y descubrieron en confesión a Vivero sus propósitos.
‹El padre clérigo con gran vehemencia les encargó e inflamó los corazones diciéndoles cuán justo era y cuán gran servicio a Dios, y que haciéndolo Dios les ayudaría a salir con ello; en fin, les animó mucho e hizo al caso›
El recelo siempre creciente conducía a Lope Martín a unos accesos furiosos, que tuvieron la virtud de anticipar el golpe. Lope había desembarcado incluso ‹todas las agujas y cartas de marear› Los conjurados tuvieron la sospecha de haber sido descubiertos.
El miércoles 16 de julio, el contramaestre Rodrigo de Angle alzóse en la nao, al frente de sus compañeros. Guardaba el galeón un mulato íntimo amigo de Lope, que, alcanzado por un revés, sólo tuvo tiempo de lanzarse al mar y llegar nadando a tierra para llevar la ‹amarga nueva a sus amigos›
Sin embargo, los sublevados no eran muchos, y algunos marineros incondicionales de Lope Martín soltaron amarras y dieron velas con suma rapidez con ánimo de encallar el galeón; pero el soldado Martínez, gran creyente y profundo providencialista, advierte que en aquel mismo momento el poco viento que corría se calmó completamente.
El pequeño batel del galeón sirvió para reembarcar con gran trabajo a cuantos amigos pudo Rodrigo del Angle, pues la situación se mantuvo indecisa durante bastantes días porque los incondicionales de Lope tenían en tierra a su disposición casi todas las armas y opusieron resistencia tenaz y decidida. Pero poco a poco fue ésta decayendo. Las cosas comenzaron a vencerse del lado de Rodrigo del Angle, y Lope Martín fue viendo que la gente le iba abandonando.
Lope Martín, con otros veintiséis, fue condenado a perecer en aquella isla desierta. A estos desgraciados no les quedaban víveres más que para cuatro días. A última hora les fueron enviados desde el San Jerónimo más bastimentos a cambio de la brújula que ellos, en cambio tenían.
El momento de zarpar el San Jerónimo debió de ser patético en extremo. Los tripulantes del batel vieron a aquellos réprobos, antes de iniciar el último viaje de regreso al galeón ondeando una bandera blanca, significando su propuesta de matar a Lope Martín como medio de obtener perdón, pero esta proposición fue rechazada.
Y aun todavía, después de zarpar el navío, Angle mandó ahorcar dos hombres por su participación en el asesinato del capitán Sánchez Pericón.
El galeón tuvo todavía que luchar con grandes temporales antes de dar fin a su azaroso viaje el día 25 de julio de 1567.
El soldado Juan Martínez, autor de la Relación de esta travesía y protagonista bastante destacado de los sucesos en ella registrados, advierte que las ‹hambres, destrucciones, muertes, lloros, suspiros, prisioneros, trabajos, tardanzas, aflicciones, calamidades y naufragios› sufridos durante el viaje son dignos de ser encarecidos por un Homero o Virgilio»
Bibliografía:
Fernández Duro, Cesáreo.: La Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón. Est. Tipográfico «Sucesores de Rivadeneyra» 9 tomos. Madrid, 1895-1903.
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