Morro de la Habana defensa 6/VI a 12/VIII 1762

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1762 Defensa del Morro de la Habana 6 / VI á 12 / VIII


Al llegar al trono don Carlos III, fue notificado que el punto de mira de los británicos era la Habana, llave de casi todas las Antillas por su situación y por ser una plaza fuerte fácil de defender si se le dotaba de todo lo conveniente, para cumplir con todo ellos nombró en el mismo 1760 al mariscal de campo don Juan de Prado Gobernador y capitán general de la plaza e isla, para que nadie pudiera entorpecer sus trabajos y con plenos poderes para ejecutarlos.

Al llegar lo primero que ordenó fue reforzar la fortificación de la Cabada: «…por ser la llave del puerto é invencible seguridad de la plaza; dispuso desde luego emprender el desmonte del terreno y la abertura del foso, para tener en caso necesario la facilidad de construir una fortificación de providencia, capaz de resistir cualquier invasión; y prometió aprovechar los instantes y cuantos medios condujeron al mayor ahorro de los intereses Reales»

Desde la península no se escatimó en el envío de refuerzos y materiales, así como avisos de que se diera prontitud a la preparación de una posible invasión, de hecho se aumentó al escuadra a siete navíos, más tarde pensando no eran suficientes fue destinada a la Habana otras escuadra al mando de don Gutierre Guido de Hevia, en ese momento ya marqués del Real Transporte y vizconde del Buen Viaje, con otros tres navíos los Tigre, insignia, Asía y Vencedor, tomando el mando a su arribada de todos ellos, a su bordo se transportaron para reforzar las tropas trece compañías de los regimientos de Aragón y de España, así en julio de 1761, se contaba con trece navíos más los novecientos cincuenta y dos soldados reforzando la plaza considerablemente.

Los buques que previamente se encontraban en la Habana, de la escuadra como los particulares eran: navíos: América, Infante, Soberano, Aquilón, Conquistador, San Genaro, Tridente, Castilla, Europa, Neptuno, Vencedor, Reina en carena y el San Antonio desarmado, cinco fragatas: Ventura, Venganza, Fénix, Águila y Flora: los paquebotes: Tetis, Marte y San Lorenzo; bergantín, Cazador; urca, San Antonio; jabeque, San Francisco; goletas: San Isidro, Regla y Luz, más los buques mercantes, navío San Zenón, fragatas: Asunción, Santa Bárbara, Perla, Atocha, Santa Rosa y Constanza y la balandra, Florida. No encontrándose en el momento del ataque el navío Tridente y las fragatas Águila y Flora, por ser enviadas unas semanas antes a Veracruz, para esperar a estos habían salido los navíos Castilla y Vencedor, razón por la que tampoco se encontraban en la Habana, y el Arrogante que se encontraba en Jaqua se le envió a la sonda de la isla de la Tortuga.

Se designó al capitán de navío don Juan Antonio de la Colina, para realizar salidas a la mar en auxilio de las colonias francesas, en cuya Real orden del 24 de febrero a parte de lo mencionado, se le advierte de: «que estuviera en tanto cuidado como si fuera en tiempo de guerra declarada», mientras por Real orden del 14 de noviembre de 1761, el Secretario de Indias se dirige al Gobernador de la isla y entre otras cosas le dice: «Bien conocerá V. S. por la continuación de socorros con que el Rey procura poner esos dominios á cubierto de cualquier insulto, que no se vive sin recelo de él.»

El tercer pacto de Familia se firmó el 15 de agosto de 1761, entre don Carlos III de España y don Luis XV de Francia, lo que lógicamente puso en guardia al Reino Unido y este declaró la guerra a España el 2 de enero de 1762. Formalizada la confrontación se envío con los pliegos de Estado al paquebote San Lorenzo para transportarlos a la Habana, encontrándose cruzando las Antillas con los buques británicos, por ello el 5 de febrero sobre el cabo Taburon fue capturado por fuerzas muy superiores, pero su comandante tuvo tiempo de arrojar al mar los pliegos de Estado, librándose al ser abordado por no encontrar nada que le pudiera hacer daño a la sorpresa que preparaba en puertos británicos, así se confiaron los británicos y por no interesarles el buque ni su tripulación se le dejó continuar viaje, arribando a Santiago de Cuba con algunos papeles que había sido bien guardados y estos los entregó al llegar a la Habana el 26 siguiente, fecha en que se supo el estado de guerra en la isla.

Al arribar el paquebote y comunicar la noticia a la Habana desde aquí se ordenó a los recién arribados dragones de Edimburgo, se pusieran en camino desde Santiago de Cuba a la Habana consiguiéndose sin merma de tiempo ni tropas, a esto hay se suma que el 3 de enero había zarpado de la bahía de Cádiz la fragata Santa Bárbara, arribando a la Habana el 7 de marzo, con la confirmación de los preparativos en la isla británica de las fuerzas con destino a la Habana, por ello se les daba la orden al Gobernador de prepararse para una invasión.

El 5 de abril arribó la corbeta francesa Calipso, cuyo capitán Mr. Bory llevaba unos pliegos de su jefe el conde de Blenac, quien disponía de una escuadra de seis navíos y tres fragatas en cabo Francés, con la intención de unir sus fuerzas a las del marqués del Real Transporte, para poder atacar y conquistar islas en poder del Reino Unido, de forma que si los británicos conseguían algo importante con su expedición, al llegar la paz se podrían de nuevo intercambiar las respectivas conquistas y todo quedaría igual.

Pero el marqués del Real Transporte quería mantener su escuadra junta en el interior del puerto, para no arriesgarla en salidas que podrían echarla al fondo. No había nadie en la Habana que no gritara: «Vienen los ingleses.» y el Gobernado respondía: «No tendré yo tanta fortuna.» y por carta confidencial fechada el 20 de mayo que dirige al Secretario de Indias, le dice: «Yo no creo que piensen en venir aquí, porque no pueden ignorar la disposición en que nos hallamos de recibirlos.»

Con todo esto no es de extrañar que don Carlos III escribiera una carta a Tanucci fechada el 27 de julio de 1762, diciendo entre otras cosas: «He tenido el gusto de recibir cartas de la Habana del 20 de mayo, y de ver por ellas que aquella isla se halla en el buen estado que yo puedo desear y aguardando á los ingleses con el mayor ánimo; y así espero que los romperán bien la cabeza y que les quitarán la gana de ir a otras partes.» Según dice Ferrer del Río en su obra, a esto le añade: «Solo que el buen Monarca no sospechaba que su capitán general de la isla de Cuba eran tan flojo y negligente como confiado y palabrero.»

El 6 de junio a las ocho de la mañana se divisó un gran número de velas, ante los gritos de los vigías el Gobernador se desplazó al Morro, pero mientras el Teniente Rey dio la orden de dar el toque de generala, al regresar Prado muy agriamente le espetó porqué había asustado a la población, pues las velas divisadas pertenecían a la flota de Jamaica que zarpaba como siempre a principio de verano, pero pasadas unas horas y desaparecida la neblina del amanecer, se distinguió perfectamente que la flota viraba de bordo y ponía proa a la isla.

Entonces fue cuando le troco la cara al capitán general, pues en año y medio no se había hecho nada más que el desmonte, los muros no estaban reforzados, los castillos se encontraban en la misma situación, la Cabaña desnuda, no se había distribuido la artillería de tiro rasante en sus lugares para impedir los desembarcos, solo se había montado unos pocos cañones de todos los enviados por el Rey, no se había organizado la milicia rural prevista por el Monarca y como final, ni siquiera los dragones de Edimburgo disponían de sus monturas. Y lo peor que de todo esto estaba advertido con tiempo suficiente para haberlo organizado perfectamente, pero una vez más, quien iba a pagar los desperfectos no sería quien lo había facilitado.

Las fuerzas enfrentadas eran por parte de los británicos: veinte y dos navíos, diez fragatas y ciento cuarenta embarcaciones de transporte, al mando del almirante Pocock y del ejército, viajaban diez mil hombres, con dos mil negros gastadores y cuatro mil de marina al mando del conde de Albermale. Por parte de los españoles, sumando los infantes y supuestos jinetes, cuatro mil hombres y unos ochocientos marinos. A ello se podía sumar las milicias y todos los habitantes de la isla, porque estaban por España y no por el Reino Unido, si se hubiera organizado la milicia hubiera podido ser una buena baza al entrar en juego, sobre todo por ser unos grandes conocedores del terreno, factor siempre muy importante en una guerra, pero ni fusiles se les había entregado.

El 6 de junio de 1762 la escuadra británicas se separó, pero con muchos más buques con tropas a barlovento, apreciándose llevaban a remolque varias lanchas cargadas con tropas, pero ese día ya tarde no se llevó a cabo, fue en la madrugada del 7 cuando desembarcaron en Cojimar y Bacuranao, cuyos fuertes que le daban guarda a la zona ya no se tenía en pie, esto facilitó el desembarco durante todo el día poniendo en tierra ocho mil efectivos, esto fue perfectamente visto pero ni el capitán general ni ningún subordinado decidió salir a cortarles el paso, ante la falta de respuesta alcanzaron sin pérdida ninguna Guanabacoa, pero tenían forzosamente que cruzar el río Luyano con su espesa maleza, lugar ideal para con pocos hombres haberlos parado al menos, pero solo se enviaron treinta, quienes tuvieron que retroceder ante la masa de enemigos.

La entrada del puerto de la Habana estaba guarnecida por el castillo del Morro, antiguamente llamado «De los tres Reyes» la Junta de guerra encargó de su mando al intrépido Luis Vicente de Velasco y al también capitán de navío don Manuel Briceño se le destino como jefe al castillo de la Punta. A los demás comandantes se les fue destinando a otros castillos con el mismo objeto, pues la inmovilidad de la escuadra la había dejado casi sin buques y la diferencia con las fuerzas británicas era ahora muy superior, quedando en condiciones de hacerse a la mar en perfecto estado de entrar en combate nueve navíos, siendo los nombrados Tigre, América, Infante, Soberano, Aquilón, Conquistador, San Genaro, Reina y San Antonio más otros buques menores.

Entonces con prisas se ordenó fortificar la altura de la Cabaña, a falta del pretendido castillo, pero se consiguió subir a la loma los cañones de á 12 a brazo, construyendo una estacada para darle mayor consistencia, protegiendo así al Morro por dominar la altura y prestarle socorro a éste. La actitud de los británicos no fue muy razonable, pues casi dueños de la Habana cambiaron la ciudad, por hacerlo sobre el Morro, (quizás por pensar que dejarlo a su espalda no era conveniente) pues el ataque venía en dirección contraria y si conquistaban la ciudad el castillo de la entrada a la bahía dejaba de tener peligro para ellos, y con tiempo se hubiera rendido sin pérdidas, pero se empeñaron en conquistar la memorable fortaleza.

En el lugar más estrecho del canal de acceso sobre el muelle de la Contaduría la Junta ordenó barrenar los navíos Neptuno, Asía y Europa, para obstruir el posible paso de los buques enemigos, siendo llevado a cabo el 11 de junio de 1762. La junta la componían el conde de Superrunda, con grado de teniente general, marqués del Real Transporte, teniente general de la Armada, don Diego de Tabares, mariscal de campo, don Lorenzo Montalvo, comisario ordenador de Marina, don Dionisio Soler, teniente Rey de la plaza, don Juan Antonio de la Colina, capitán de navío, don Baltasar Ricaud, ingeniero jefe y don José Cullel de la Hoz, comandante de la artillería.

El 11 los británicos se desplegaron y después de batir la Cabaña, se lanzaron al ataque, sus defensores viendo lo que se les venía encima y haber sido desmontada su artillería, la abandonaron, consiguiendo tomarla los enemigos sin sufrir ninguna baja, de esta forma tan perniciosa quedo abierta «la llave de la ciudad» en palabras de su gobernador, pero él fue el primero que nada hizo por evitarlo. Al Oeste de la plaza desembarcaron otros dos mil británicos, con su artillería de sitio, pues se llegaron a desembarcar cañones de á 36 para facilitar el progreso, de esta forma acometieron a la torre de la Chorrera, la cual por orden de la Junta había sido abandonada.

Entonces la Junta (que para reunirse si tenía tiempo) ordenó fuera abandonada la ciudad, pero solo los niños, mujeres y ancianos, quedando el resto supeditados a la Ley militar, por eso se pudo salvar algo de las cajas particulares, puesto que se las llevaron al salir de la Habana con todo cuanto de valor había en sus casas, haciendo un poco menos valioso el gran botín que obtuvieron los enemigos.

Dice Ferrer del Río: «A estos esfuerzos se agregaban los esclavos cedidos al gobernador con patriótico desinterés por los particulares, y los innumerables que, al olor de la libertad prometida á los que ejecutaran alguna proeza durante el sitio, se venían voluntariamente de cafetales y de ingenios. Hombres blancos, peninsulares ó criollos, dueños de opulenta fortuna ó laboriosos para lograrla, y los de color, libres ó esclavos, competían en ardimiento y con faz serena desafiaban á la muerte; solo habían menester buena dirección para encumbrarse á la victoria, y ni auxilio de aliento hallaban en las palabras y obras de los generales.»

Un Memorial con fecha del 25 de agosto de 1762 dirigido por las damas de la Habana a S. M. don Carlos III en sus partes más importantes dice así: «La Habana, nuestra patria, aquella ciudad que V. M. ha ilustrado con tantas honras; aquella que desde su cuna tiene por timbre el blason de la fidelidad; aquella que en sus moradores encuentra nobles espíritus de amor y rendimiento á V. M., yace, sepultadas sus glorias, bajo el domino del rey británico, entregada por capitulación. El valor que tuviéramos para ver correr la sangre toda de nuestros inmediatos en sacrificio á Dios y á V. M., nos falta para experimentar atrasos en nuestra católica religión á imperio de un príncipe protestante, con la amargura de ver á V. M. desposeído de una plaza tan importante á su corona.» (Llegando al final de este tenor) «Esta es la tragedia que lloramos las habaneras, fidelísimas vasallas de V. M., cuyo poder, mediante Dios, impetramos, para que, por paz ó por guerra, en el cobro de sus dominios logremos el consuelo de ver en breve tiempo aquí fijado el estandarte de V. M. Esta sola esperanza nos alienta para no abandonar desde luego la patria y bienes, estimando en más el suave yugo del vasallaje en que nacimos.»

Una de las primeras medidas de defensa que tomó Velasco, fue macizar la puerta del castillo a su cargo, no dejando más comunicación con el exterior que la marítima, arriando e izando gentes y pertrechos aprovechando unos pescantes de botes, desmontados de los navíos y afirmados al parapeto por el lado de la bahía. En todos estos trabajos tomó parte principal la maestranza del arsenal de marina.

«La fortaleza abrazaba entonces un circuito de 850 varas, que era cuanto consentía la superficie de un peñón elevado naturalmente veintidós pies sobre el nivel de la mar…Las cortinas arrancaban del mismo nivel de la mar, formando polígono irregular esmerado en el frente sur; el de la gola, donde estaba la puerta principal con buen foso, rastrillo y rebellín en su centro, flanqueándola en los extremos los dos baluartes nombrados de Tejada el del este y de Austria el del oeste.» El castillo disponía de 64 cañones en todo el perímetro.

La guarnición inicial estaba compuesta por tres mil soldados de línea, cincuenta de marina, cincuenta artilleros y trescientos gastadores negros relevándose cada tres días. Más adelante se reforzó el Morro con las dotaciones de los buques y además de los cincuenta soldados de marina se fueron añadiendo hasta alcanzar al final el número de cuatrocientos setenta y nueve entre condestables, artilleros de mar y marineros. El 13 de junio los británicos sitiaron el Morro.

Desde la fortaleza se oía talar el monte para la fortificación de los asaltantes. El 1 de julio destacaron los británicos cuatro buques para batir la fortaleza desde el lado de la mar, acercándose los máximo que les permitía su calado, para realizar el fuego más certero y potente.

No fue posible destruir las baterías enemigas con que lo bombardeaban desde el lado de tierra, dado que el intento autorizado por la Junta se efectuó con tan solo seiscientos cuarenta hombres, contra un campo atrincherado por los atacantes guarnecido por ocho mil efectivos.

Óleo mostrando la escena, de izquierda a derecha el Stirling Castle batiéndose en retirada, el Dragón con averías alejándose, el Cambride hecho un pontón y el Marlborough intentando llegar al anterior para sacarlo a remolque, en el centro el Morro entre los humos de los cañones.
Defensa del Castillo del Morro de la Habana contra los británicos en 1762.
Por Rafael Monleón.

Cortesía del Museo Naval. Madrid.

El combate de la batería de Santiago contra los cuatro buques británicos fue de colosal violencia: treinta cañones del castillo contra ciento cuarenta y tres contando solo la banda presentada a la fortaleza.

El Cambridge, fue el que más se acercó, por eso perdió a su capitán, tres oficiales, la mitad de su dotación y toda su arboladura, quedando tan maltrecho que se hubiera ido a pique bajo los mismos muros del castillo, de no haber sido tomado a remolque por el Marlborough en una arriesgada maniobra. Le sustituyó el Dragón continuando en el empeño, y si bien desmontó muchas piezas, tuvo también que apartarse por sufrir grandes averías. El Stirling Castle se separó ileso y por no haberse acercado más al Morro cometiendo un desatino, fue depuesto su capitán por su almirante y nada pesó en la decisión ser el más antiguo de los cuatro capitanes.

Al mismo tiempo se rechazaba un vigoroso ataque por el lado de tierra, efectuado por la zona defendida por los baluartes de Austria y Tejada, embestidos fieramente por las fuerzas de Keppel. El fuego de los atacantes era seis veces superior a los de la defensa; Velasco llevaba treinta y siete noches sin desnudarse y sin apenas dormir, era incansable y daba a todos el aliento de su elevado espíritu. No sólo era el cerebro de la defensa sino su alma toda.

Recibió una fuerte contusión y por orden terminante del marqués del Real Transporte, hubo de retirarse a la plaza el 15 de julio, acompañado del capitán de fragata Ponce y del sargento mayor de la fortaleza Montes, siendo sustituidos por Francisco de Medina y Diego de Argote, comandantes del navío Infante y de la fragata Venganza. Velasco al estar más cercano a la Junta apreció su debilidad, diciendo: «En la Junta, había sobra de pusilanimidad y falta de consejo.»

Desde tierra empezaron los británicos a batir las baterías del Morro del lado de la mar con una que instalaron en la ensenada de San Lázaro, al otro lado de la bahía y al Norte de la ciudad.

Viendo que la defensa del Morro se debilitaba y que Montes se restituía a su puesto a los tres días, Velasco lo reemplazó a pesar de no estar totalmente restablecido, realizando el cambio el 24, llevando por su orden de segundo en el mando al heroico capitán de navío el marqués de González, comandante del Aquilón. A quien le dijo: «¡Sacrifiquémonos al Rey y á la patria!» Haciéndose buena la frase de Velasco.

Se fue debilitando aparentemente la presión enemiga, pero no era cierto pues mientras estaban preparando una mina contra el baluarte de Tejada, la cual partía a flor de agua aprovechando una cueva por nombre ‹Las Cabras› siendo ensanchada dando paso a tres hombres, continuaron escavando para profundizar hasta situarla en la base del muro de la fortaleza, (se pudo saber esto, porque hubo una tregua para recoger parte a sus muertos y el ingeniero jefe don Baltasar Ricaud, bajó a verla pero nada pudo hacer para impedir que continuara el trabajo, pues le faltaba de todo para poder construir una contra mina), quedando lista el 29. También este día se reforzaron las fuerzas atacantes al Oeste de la ciudad, desembarcando en la Chorrera el general Burton con fuerzas procedentes de Nueva York.

Velasco consultó si evacuaba el castillo, para unir sus mil hombres a las fuerzas de la ciudad para reforzarlas, pero no recibió respuesta ninguna de la Junta. No era explicable la insistencia británica en atacar el castillo del Morro y no la ciudad al estar taponada la boca, pero continuaban insistiendo a pesar de las pérdidas.

El 30 después de pasar revista a algunas obras que se estaban reparando y de dirigir algunos fuegos sobre el campo enemigo, se retiró Velasco a almorzar con González: «…después de observar la inmovilidad del campo abrasado por el Sol…», dice el parte:

«Como a la una y media de la tarde se oyó un sordo estampido que no podía confundirse con los fuegos que ordinariamente se hacían.»

La mina había sido detonada y abierto una pequeña brecha en el baluarte de la Tejada; al no ver defensores en las inmediaciones treparon a lo alto un grupo de veinte granaderos británicos, al no encontrar resistencia fueron seguidos de muchos más.

El capitán Párraga con denodada determinación y con sólo doce soldados, detuvo unos minutos a los asaltantes en la rampa que desde el baluarte descendía al interior del recinto, pero pronto sucumbió ante el elevado número de sus enemigos.

No obstante su resistencia consiguió alertar a Velasco, quien con atronadora voz y sable en mano acudió intrépidamente al frente de tres compañías, para tratar de impedir la entrada de los asaltantes en la plaza de armas del castillo. A la primera descarga cayó gravemente herido en el pecho, recomendando a su segundo no desamparase la bandera que ondeaba luciendo al Sol de Cuba.

González-Valor acudió a defenderla cayendo junto a ella mortalmente herido y a su lado los capitanes Párraga, Mozaravi y Zubiria, más los tenientes, Rico, Fanegra y Hurtado de Mendoza todos baja ante la presión de los que subían, solo quedó Montes pero no tardó también en ser herido; al ser imposible mantenerse se dio la orden de izar la bandera blanca, pues toda resistencia sólo provocaría más bajas, pero los británicos pasaron por las armas estando rendidos a todos los negros, respetando a los blancos y por supuesto al valeroso Velasco.

Keppel entró en la fortaleza; se precipitó en la sala de armas donde estaban curando a Velasco, le abrazó y le dio a escoger entre pasar a curarse a la plaza o ser asistido por los mejores médicos británicos; optó por lo primero, como no podía ser de otra manera.

A las seis de aquella misma tarde se concertó una tregua, siendo conducidos a la plaza en una falúa Montes y Velasco, acompañados por un ayudante del campo de lord Albemarle.

Las heridas de ambos no presentaban carácter mortal; la de Velasco, aunque en el busto por un costado, no dañaba los pulmones ni ninguna víscera, presagiando una larga temporada en la cama pero nada más.

No obstante le subía la fiebre; se consideró indispensable la extracción de la bala y después de realizar la dolorosa operación (no existía anestesia alguna) que sufrió con gran estoicismo sobrevino el tétanos y con él la inesperada muerte, pues su herida no era para ello.

Expiró a las nueve de la mañana del 31 de julio, rodeado del marqués del Real Transporte, Juan Antonio de la Colina, de su sobrino el alférez de navío Muñoz de Velasco, herido antes en el Morro y de otros amigos, a los que dejó consternados.

En caballeresco gesto suspendieron los fuegos los atacantes y los defensores de la Habana, para poder tributar al heroico Velasco el postrer homenaje tan merecido como necesario.

Se le trasladó el 1 de agosto con la máxima solemnidad posible hasta el convento de San Francisco, donde fueron inhumados sus restos.

Cuando lord Albemarle daba cuenta a su gobierno de su victoria, no se olvidó de hacer referencia a Velasco, llamándole: «El capitán, más bravo del Rey Católico.»

El 12 conquistados la Cabaña, el Morro y la loma de Arostegui, privada la ciudad de agua potable desde hacía un mes y alegando la falta de pólvora (pero no era cierto, aún quedaban quinientos quintales), la Junta se vio sin recursos y para no alargar la pérdida de vidas tomó la decisión de rendir la plaza.

Cuando fue atacada la Habana los efectivos españoles habían sido mermados en torno a mil ochocientos hombres, por haberse declarado una epidemia de malaria y disentería. En la defensa del Morro durante el asedió y conquista, de treinta y ocho días cayeron sobre todas sus parte dieciséis mil proyectiles, no es de extrañar las bajas que produjo semejante bombardeo, causando en torno a trescientos muertos y mil doscientos heridos. Por su parte los británicos perdieron quinientos sesenta hombres, pero la epidemia también les afecto, pues sufrieron según datos propios, cuatro mil setecientos ocho muertos.

Pérdidas españolas: navíos: Tigre, capturado, América, capturado y por su mal estado dado al fuego, Infante, capturado, Soberano, capturado, Aquilón, capturado, Conquistador, capturado, San Genaro, capturado, Reina, capturado y San Antonio, capturado, mientras los Neptuno, Asía y Europa, fueron barrenados para impedir el acceso de los enemigos.

De los doce navíos, tres fueron barrenados y uno capturado le pegaron fuego, los restantes ocho incluso alguno sirvió en la Marina Real por varios años, siendo por ello a nuestro entender el mayor regalo que jamás se le hizo a nuestros ancestrales enemigos, ni siquiera en Trafalgar pudieron aprovecharse de tanto buque.

Pérdidas británicas, el Cambridge, muy mal tratado, pero se salvó y el Dragón, sufrió grandes averías.

Las fuerzas españolas fueron transportadas a la península por dos fragatas en las que iba el gobernador de la plaza Juan de Prado y el general Hevia con sus estados mayores, en otro buque iba el conde de Superunda y don Diego Tabares, en otras nueve, las tropas del ejército, y en dieciocho más, los oficiales, tropa y marinería de la escuadra, en total eran treinta buques de transporte, repatriándose con ellos a los defensores de la Habana con destino a Cádiz, donde arribaron el 31 de octubre seguido.

Los miembros que iban a componer el tribunal del Consejo de Guerra, fue elegido por don Carlos III basándose en generales de amplios conocimientos, así por Real orden del 23 de febrero de 1763, fueron llamados a ocupar sus puestos, como presidente: el capitán general del Ejército conde de Aranda, como vocales del Ejército: los tenientes generales, marques de Ceballos, duque de Granada de Ega, marqués de Siply y el mariscal de campo Diego Manrique, y por la Armada, el teniente general conde de Vega-Florida y el jefe de escuadra Jorge Juan y Santacilia, siendo muy largo el juicio pues se alargó algo menos de dos años.

Bibliografía:

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