Colina y Racines, Juan Antonio de la Biografia
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Biografía de don Juan Antonio de la Colina y Racines
Jefe de escuadra de la Real Armada.
Orígenes
Vino al mundo el día 23 de mayo del año 1706, en la aldea de Bárcena de Cicero, perteneciente a la diócesis de Santander, siendo sus padre, don Juan de la Colina y doña Manuela Racines, labradores con nula fortuna.
Hoja de Servicios
Comenzando sus estudios de gramática en su mismo pueblo, por lo que no fueron muy avanzados ni para la época, pero como era lógico sus padres querían que siguiera en la labranza de sus campos, que si bien no eran para ser ricos si les permitía vivir, pero él se negó y un buen día aprovechando la oscuridad de la noche abandonó su casa, consiguiendo enrolarse como marinero voluntario en el año 1726.
Pero al comprobar que para ascender había que saber más, a escondidas y en sus ratos de libertad se leía unos libros que se había ido comprado que trataban sobre náutica y matemáticas, así se fue interesando con el trato con los pilotos y con ellos llegó a tener unos grandes amigos, que le facilitaron muchas de sus preguntas sin respuesta en los libros, al mismo tiempo los oficiales al ver su desmesurado interés, lo pusieron al cuidado de la bitácora y las agujas de marear, así como el encargado de revisar la bandera del buque, ya que ésta sufría mucho y había que estar remendándola constantemente.
Les pidió a sus oficiales que le avalaran para entrar en la Compañía de Guardiamarinas y estos se presentaron como valedores del joven, consiguiendo así sentar plaza un poco antes de cumplir los dos años como marinero, siendo a principios de 1728, en la única existente entonces, que era la Compañía de guardiamarinas del Departamento de Cádiz. No consta en la obra de Válgoma.
Debía de valer mucho, porque en tan solo ocho meses no sólo ascendió, sino que lo hizo al grado de alférez de navío. Todo porque en el examen de entrada sacó unas extraordinarias notas y pasó embarcado para realizar las práctica de mar, pero como en estas ya llevaba dos años, las pruebas las superó inmediatamente y se añadió a ello, que participó en los combates del sitio de Gibraltar contra los británicos y punto seguido se enfrentó a los corsarios norteafricanos, demostrando gran valor personal y en agradecimiento de todo ello, se le ascendió a dicho grado el 17 de septiembre siguiente.
Prosiguió embarcado sobre todo en los buques que realizaban el corso contra las regencias norteafricanas, teniendo varios combates con ellos y saliendo dos veces herido, por lo que se le otorgó con fecha del 21 de febrero de 1734 sus galones de teniente de fragata, pero no cejó en el trabajo. Embarcado en la escuadra al mando del general don Francisco Cornejo, que dio protección a los transporte que llevaban al ejército al mando del duque de Montemar para realizar el desembarcó y toma de la plaza de Orán, por la buena conducta de la expedición S. M. tuvo a bien conceder ascensos a los integrantes de ella, por lo que el día 19 de agosto de 1735, se le notifica el ascenso al grado de teniente de navío por ser uno de los merecedores agraciados.
Continuó embarcado en diferentes buques y obtuvo el mando de alguno pequeño. Estuvo navegando por el Mediterráneo, así como varios viajes a Tierra Firme, las Antillas y el mar del Sur, por sus servicios recibió la Real orden con fecha del 29 de agosto de 1737, por la que se le notifica su ascenso a capitán de fragata. Con este grado, estuvo al mando de varias de ellas, así como la de algún navío, sobre todo al declarase la guerra con el Reino Unido en el año 1739.
En 1743 se encontraba en el Mediterráneo al mando del navío África, pero recibió la orden de cruzar el océano e incorporarse a la escuadra que se encontraba en la Habana al mando del general don Rodrigo Torres, cuando éste fue relevado por el general don Andrés Reggio, eligió como buque insignia a su navío, no por ser el mejor de la escuadra, sino por la forma que tenía de mandarlo, que le daba unas garantías a su saber y entender, que no estaban en el resto de los buques.
Se encontraba en la ciudad de la Habana, cuando le llegaron noticias al general Reggio de que una escuadra británica al mando del almirante Knowles estaba a la espera para dar caza a la Flota que era portadora de los caudales al mando del capitán de navío don Juan de Hegues, que debía arribar a la Habana procedente de Veracruz.
Zarpó inmediatamente la escuadra española en busca de la enemiga, al arribar el 4 de octubre de 1748 en la Sonda de la Tortuga, avistaron una goleta británica que fue apresada, al ser interrogado su capitán supo la fuerza de la escuadra del almirante enemigo que era muy superior a la suya, por lo que decidió poner rumbo a la Habana, pero no entró en el puerto, sino que se quedó a la vela a la espera cubriendo aguas cercanas.
El 12 de octubre de 1748 se presentó la escuadra enemiga y al divisar las velas el general Reggio ordenó formar la línea, el navío insignia español era el África, de 70 cañones, comenzando el fuego éste a las 14:00 horas y a las 15:00 se generalizó, los dos almirantes se enfrentaron con sus respectivos buques y antes de las 16:00 horas el insignia británico había sido puesto fuera de combate, pero los buques españoles también sufrieron, pues el Conquistador, de 66 cañones había sido incendiado y por una falsa maniobra de la fragata Galga, del porte de 30 cañones, fue rodeado el África por tres enemigo, por ello siendo las 20:00 horas se encontraba el buque desarbolado de los palos mayor y mesana, pero seguía respondiendo al fuego tan duramente como al principio, no en vano lo sintieron los enemigos pues dos de ellos quedaron desarbolados, por lo que llegadas las 22:00 horas los británicos se vieron forzados a dejarlo en paz, quedando como dueño de la mar aunque muy mal tratado.
Estaba en tan malas condiciones, que el general Reggio tuvo que dar la funesta orden de darle fuego, pero primero lo acercaron a la playa de Sijiras, donde con los botes se pudo poner a salvo a todos lo que estaban con vida, más lo equipajes, artillería y documentos de a bordo. El general, el comandante don Juan Antonio de la Colina, los oficiales y tropa se reincorporaron a la Habana a pie.
Los navíos Invencible, de 70 cañones, el Dragón, de 66, Real Familia y Nueva España, de 60 y la fragata Galga, arribaron por sus medios al puerto de la Habana. Por parte española se tuvieron ciento seis muertos, de los que cincuenta y cuatro eran oficiales y doscientos cuatro heridos de ellos catorce oficiales. Por parte de los enemigos, sin datos.
Fueron reparados los buques, zarpando con rumbo a la Península protegiendo una Flota que transportaba doce millones de pesos fuertes (plata amonedada), que fue puesta en franquicia en la bahía de Cádiz, virando la escuadra prosiguió su navegar hasta el puerto de la Coruña, donde lanzaron las anclas ya entrado 1749.
Pasando el general don Andrés Reggio el consabido Consejo de Guerra por la pérdida de los dos navío, pero justo su defensor ya absuelto fue Colina, utilizando todos sus argumentos y dichos precisamente por el mismo comandante del buque perdido, consiguió que fuera absuelto su Jefe, recibiendo en breve plazo el beneplácito Real a su actuación y manteniendo su entera confianza.
Existe un documento sobre ésta defensa, que se titula:
Se mantuvo en el servicio realizando navegaciones, pero al parecer algo por arriba no estaba en su sitio, ya que permaneció con el mismo grado hasta que por antigüedad se le envío la Real orden del 20 de marzo de 1754, por la que se le comunicaba su ascenso a capitán de navío, siéndole entregado el mando del Reina con el que realizó dos viajes redondos a al seno mejicano, con la comisión de cargar los caudales para la Real Hacienda, realizando la ruta ya prevista, con salida de la bahía de Cádiz, arribadas a La Guaira, Cartagena de Indias, luego Veracruz y por último la Habana desde donde regresaba a la Península.
Disfrutó de una licencia, la cual aprovechó para ir a su pueblo en 1759, donde se construyó una casa que al parecer aún se conserva.
Se incorporó al servicio, siéndole entregado el mando del navío América, que pertenecía a la escuadra del general don Blas de Barreda, con destino en las Antillas, recibiendo la comisión de navegar en conserva con el navío Reina del mando del capitán de navío don Luis de Velasco, para arribar a Veracruz y cargar los caudales para regresar a la Habana, donde arribaron el 17 de enero de 1761.
Quedando como jefe interino de la escuadra, por haber sido llamado a la Península su general Blas de Barreda, mantuvo el cargo hasta la llegada del nuevo general señor Gutiérrez de Hevia, quien arribó a la Habana al mando de seis navíos.
Por sucesivas instancias del capitán general de la isla al virrey de Nueva España, al fin se consiguió que le entregara una gran cantidad de dinerario, para con él preparar mejor la defensa de la isla que se encontraba en total abandono, se le comisionó para que hiciera el viaje arribando a Veracruz, donde se le cargó la plata pero también unos presidiarios, en estos durante el viaje se declaro una epidemia de vómito negro, lo que provocó por su desconocimiento que se propalara por toda la isla, la que provocó el fallecieron mil ochocientos hombres de la guarnición, a parte de muchos de los ciudadanos que la habitaban, restando así unos cuantos miles de hombres que al año siguiente iban a hacer mucha falta.
Estuvo hablando con el general Hevia, sobre la posibilidad de que fueran trasladados los navíos, que por falta de gente causada por la epidemia estaban inservibles y aunque solo fuera poder formar una tripulación se llevaran a Veracruz, pero entre unas razones y otras no fue posible, y así el 6 de junio de 1762 se presentó ante el puerto una escuadra al mando del almirante Pocock, con transportes portadores de un cuerpo de desembarco, a las órdenes del conde de Albemarle.
La flota atacante embocó el Canal Viejo de Bahama, lleno de bajíos por donde no se esperaba se atreviese a entrar tan nutrido convoy, pues estaba compuesto en total por unas doscientas velas: con veintisiete navíos de línea, quince fragatas, nueve avisos, tres bombardas y ciento cincuenta transportes, montando entre todos 2.992 cañones y el cuerpo del ejército con catorce mil hombres. Aún se dudaba de su actitud hostil, pues se mantenía la suposición de ser un convoy mercante anual entre Jamaica y el Reino Unido.
La entrada del puerto de la Habana estaba guarnecida por el castillo del Morro, antiguamente llamado «De los tres Reyes», y la junta de guerra encargó de su mando al intrépido Velasco. A los demás comandantes de los buques también les fueron adjudicados otros castillos con el mismo objeto, ya que se desistió de efectuar una salida por ser las fuerzas navales enemigas muy superiores a las españolas, puesto que sólo sumaban ocho navíos de línea a flote y no todos en estado de entrar en combate más otros menores. Se fortificó también la altura de la Cabaña, entonces sin castillo, pero que dominaba la del Morro.
Los británicos desembarcaron al Este de la boca, en Cojimar y Barucano, atacaron a la Cabaña en número de unos ocho mil; avanzaron hacía Guanabacoa en el fondo de la bahía, pero en vez de atacar a la Habana sin hacer caso del castillo del Morro, ya que no era su llave, sin explicación se empeñaron en conquistar esta fortaleza.
La boca del puerto se había obstruido con tres navíos barrenados por orden de la Junta, que estaba compuesta por el Gobernador don Juan de Prado, el teniente general conde de Superunda, el mariscal de campo don Diego Tabares y los comandantes de los buques, siendo elegidos para ello los que en peores condiciones se encontraba, tanto que prácticamente eran ya inútiles, siendo los Neptuno, Asía y Europa.
Al Oeste de la plaza, después de batir la torre de la Chorrera, desembarcaron también otros dos mil británicos. Una de las primeras medidas de defensa que tomó Velasco, fue macizar la puerta del castillo a su cargo, no dejando más comunicación con el exterior que la marítima, arriando e izando gentes y pertrechos por unos pescantes de bote que afirmó al parapeto por el lado de la bahía.
En todos los trabajos tomó parte principal la maestranza del arsenal de marina. «La fortaleza abrazaba entonces un circuito de 850 varas, que era cuanto consentía la superficie de un peñón elevado naturalmente veintidós pies sobre el nivel de la mar… Las cortinas arrancaban del mismo nivel de la mar, formando polígono irregular esmerado en el frente sur; el de la gola, donde estaba la puerta principal con buen foso, rastrillo y rebellín en su centro, flanqueándola en los extremos los dos baluartes nombrados de Tejada el del Este y de Austria el del Oeste.»
El castillo tenía 64 cañones, entre sus frentes terrestre y marítimo. La guarnición inicial la componían tres mil soldados de línea, cincuenta de marina, cincuenta artilleros y trescientos gastadores negros, que se relevaban cada tres días. Más adelante se reforzó el Morro con las dotaciones de los buques y además de los cincuenta soldados de marina se fue añadiendo más hasta alcanzar al final el número de cuatrocientos setenta y nueve entre condestables, artilleros de mar y marineros.
El día 11 los británicos ocuparon la Cabaña. Desde la fortaleza se oía talar el monte para la fortificación de los asaltantes. El día 1 de julio destacaron los británicos cuatro buques para batir la fortaleza desde el lado de la mar, acercándose los máximo que les permitía su calado, para realizar el fuego más certero y potente. No fue posible destruir las baterías con que la bombardeaban desde el lado de tierra, ya que poco podía el ataque que autorizó la Junta, sólo con seiscientos cuarenta hombres, contra un campo atrincherado de los atacantes guarnecido por seis mil efectivos.
El combate de la batería de Santiago contra los cuatro buques británicos fue de colosal violencia: treinta cañones del castillo contra ciento cuarenta y tres de cada banda de la línea de buques oponentes. El Cambridge, fue el que más se acercó, lo sufrió con la pérdida de su capitán, tres oficiales, la mitad de su dotación y toda su arboladura, quedando tan maltrecho que se hubiera ido a pique bajo los mismos muros del castillo, de no haber sido tomado a remolque por el Marlborough en una arriesgada maniobra.
Le sustituyó el Dragón que continuó en el empeño, y si bien desmontó a Velasco muchas piezas, tuvo también que apartarse con grandes averías. El Stirling se separó ileso y por no haberse acercado más al Morro cometiendo un desatino, fue depuesto su capitán por su almirante y nada pesó en la decisión que fuera el más antiguo de los cuatro capitanes. Al mismo tiempo se rechazaba un vigoroso ataque por el lado de tierra, efectuado por la zona defendida por los baluartes de Austria y Tejada, embestidos fieramente por las fuerzas de Keppel.
Los fuegos de los atacantes eran seis veces superiores a los de la defensa; Velasco llevaba treinta y siete noches sin desnudarse y sin apenas haber descansado, pero a pesar de ello estaba en todas partes y dando a todos el aliento de su elevado espíritu. No sólo era el cerebro de la defensa sino su alma toda. Recibió una fuerte contusión y por orden terminante del marqués del Real Transporte, hubo de retirarse a la plaza el 15 de julio, acompañado del capitán de fragata Ponce y del sargento mayor de la fortaleza Montes, siendo sustituidos por Francisco de Medina y Diego de Argote, comandantes del navío Infante y de la fragata Venganza.
Desde tierra empezaron los británicos a batir las baterías del Morro del lado de la mar con una que instalaron en la ensenada de San Lázaro, al otro lado de la bahía y al norte de la ciudad. Viendo que la defensa del Morro se debilitaba y que Montes se restituía a su puesto a los tres días, Velasco lo reemplazó a pesar de no estar totalmente restablecido, haciendo el cambio de nuevo el 24, llevando por su orden de segundo en el mando al heroico capitán de navío el marqués de González, comandante del Aquilón.
Se fue debilitando aparentemente la presión enemiga, mientras preparaban los enemigos una mina contra el baluarte de Tejada, que quedó lista el 29. También este día se reforzaron las fuerzas atacantes al Oeste de la ciudad, desembarcando en la Chorrera el general Burton con fuerzas procedentes de Nueva York.
Velasco consultó si evacuaba el castillo, con lo que la defensa de la ciudad se reforzaría con mil hombres, pero no recibió respuesta ninguna de la Junta. No era explicable la insistencia británica en atacar el castillo del Morro y no la ciudad al estar taponada la boca, pero continuaban insistiendo a pesar de las pérdidas.
El 30 después de pasar revista a algunas obras que se estaban reparando y de dirigir algunos fuegos sobre el campo enemigo, se retiró Velasco a almorzar con González: «después de observar la inmovilidad del campo abrasado por el Sol» dice el parte: «Como a la una y media de la tarde se oyó un sordo estampido que no podía confundirse con los fuegos que ordinariamente se hacían»
La mina había abierto una pequeña brecha en el baluarte de la Tejada; al no ver defensores en las inmediaciones, trepó a lo alto un grupo de veinte granaderos británicos, que al no encontrar resistencia fueron seguidos de muchos más. El capitán Párraga, con denodada determinación y con sólo doce soldados, detuvo unos minutos a los asaltantes en la rampa que desde el baluarte descendía al interior del recinto, pero pronto sucumbió ante el elevado número de sus enemigos.
No obstante, su resistencia consiguió alertar a Velasco, que con atronadora voz y la espada en la mano acudió intrépidamente al frente de tres compañías, para tratar de impedir la entrada de los asaltantes en la plaza de armas del castillo. A la primera descarga cayó gravemente herido en el pecho, recomendando a su segundo que no desamparase la bandera que ondeaba luciendo al Sol de Cuba.
González-Valor acudió a defenderla, cayendo junto a ella mortalmente herido y a su lado otros siete oficiales que acudieron igualmente a cubrir ese puesto de tan alto honor. Montes también fue herido; al fin hubo de izarse la bandera blanca pues toda resistencia sólo provocaría más bajas.
Entre tanto Colina había estado protegiendo la loma de Soto, en la que se instalaron algunas piezas de artillería, que él mismo ayudó a colocarlas en sus lugares, pero la maniobra de los británicos de ocupar la Cabaña no dejaba lugar a defender nada de esta posición, por lo que al rendirse la plaza lo hizo él también. Posteriormente en este lugar se alzó el castillo de Atarés.
Fueron transportados a la bahía de Cádiz todos los militares, entre ellos Colina, pero al arribar había una Real orden por la que todos los jefes encausados en el Consejo de Guerra, debían pasar a Madrid bajo custodia, siendo instalados en una posada, ya que estaban suspendidos de empleo y sueldo, pero la astucia de Colina le llevó a no dejarse casi encerrar, pues a pesar de que la orden era, de prohibición total de no abandonar de la posada, como él era de los que menos cargos en contra tenía, solo pedía poder salir y ver Madrid ya que nunca había estado en la capital, ante tal petición no se opuso el Presidente del Consejo, que había sido nombrado por S. M. en la persona del conde de Aranda.
Madrid no la conocería, pero sí a las personas, pues a pesar de no llevar uniforme consiguió ir visitando a todos los miembros del Consejo, siendo el primero y en agradecimiento el conde de Aranda, a los que como si no les dijera nada, les iba contando las penalidades sufridas con la epidemia, que se habían reclamado refuerzos a Veracruz y Cartagena de Indias, pero nadie llegó para ayudarles. Los buques estaban en muy mal estado, dado que en aquellas latitudes un casco que no se movía en más de seis meses ya estaba para limpiar, pero esto por la sempiterna falta de brazos no se pudo hacer, aparte de que los enemigos cuadriplicaban sus nominales efectivos, pues como ya había dicho algunos ya no soportaban nada y eran inservibles.
De esta forma tan sutil fue convenciendo a todos los vocales y el mismo presidente del Consejo de Guerra de Mar y Tierra, por ser de las dos armas los acusados, el juicio a pesar de todo ello duró casi dos años, por lo que aún convencidos no lo tenían muy claro como para dictar una sentencia rápida, de hecho S. M. ordenó que fuera impreso para su lectura por todos los oficiales de la Real Armada, ya que era un claro ejemplo de elocuencia en todos los sentidos y de justicia, (no olvidar, que en el trono de España estaba don Carlos III, que si bien fue un gran Rey en muchos aspectos, en lo tocante a disciplina militar no dejaba resquicio de escape a nadie) pero no todos consiguieron salir eximidos de toda responsabilidad, como Colina y otros, por lo que al terminar recibió sus emolumentos y grado, como entonces aún no existía el grado de brigadier, por Real orden del 10 de febrero de 1765, se le notifica su ascenso al grado de jefe de escuadra.
Por su crédito alcanzado, se entrevisto con el Ministro de Marina y le expuso la conveniencia de reconstruir la Habana, para hacerla como un Departamento marítimo más e igual a los tres existentes en la Península, ya que daba fe de las buenas maderas que existían en la isla y que eran muy aprovechables para la construcción de nuevos buques, a demás de dotarla de medios para repararlos que por diferentes vicisitudes de la navegación el trabajo se podrían realizar allí y no tener que enviarlos en malas condiciones a la Península, pues de haber existido éstas los navíos perdidos en la reciente pérdida de la Habana, al menos los buques se hubieran podido salvar, por poderse reparar y aún a pesar de los pocos hombres disponibles para dotarlos si que al menos se hubieran podido formar dos dotaciones, que realizaran las navegaciones a puertos más seguros.
Convencido el Ministro Bailío Frey don Julián de Arriaga, elevó a S. M. la conveniencia de llevar a buen término el proyecto. Don Carlos siempre atento a cuestiones que favorecieran a la Real Armada le concedió el permiso, así a finales de 1766 se creó la Comandancia General del Apostadero de la Habana, con los mismos reconocimientos y autoridad que los de la Península, y como era natural se le entregó la Comandancia al general Colina, quien entre tanto se había acercado a su casa, al regresar se encontró con el nombramiento y se extendió con el Ministro, en la mejor forma de poner en marcha el apostadero.
Fueron largas las conversaciones por lo minucioso de lo que se pretendía, así se nombraron ingenieros siendo el jefe de ellos don Mateo Mullan, se transportó a trabajadores profesionales en el ramo sacados de todos los Arsenales, arribando en mayo de 1767 a tomar el mando, mandó ir construyendo las gradas y los almacenes, así como casas para los trabajadores con todo tipo de dependencias, incluidas las de artillería, arboladura, aserradero, horno para fundir y fabricar la tablazón, etc. Mientras él se dedicó a escribir un reglamento para que nada quedara sin sujeción a normas.
En octubre del mismo año se puso la primera quilla, pero don Mateo Mullan falleció el 25 de noviembre, por lo que se quedaron a cargo de la construcción, sus hijos Ignacio y Acosta entre otros colaboradores. Por Real Orden del 12 de marzo de 1768 se le daba nombre al buque, al que se le bautizo como Santísima Trinidad del porte inicial de 116 cañones, siendo botado a las 11:30 horas del 2 de marzo de 1769, pertenecía al estilo ‹británico› de don Jorge Juan. A éste y mientras estuvo al mando el general Colina del Arsenal de la Habana, le siguieron los San José, de 112, en 1769; San Rafael, de 80 y San Pedro Alcántara, de 64, en 1771. A su vez y en otras gradas, se construyeron: la fragata Lucia, de 36; el chambequín Caimán, de 30; las goletas Loreto y Santa Elena, de 12; los bergantines: San Juan Bautista y San Javier, de 12 y el paquebote San Carlos, de 18.
Ya sexagenario, pero mucho tiempo viudo decidió contraer matrimonio, siendo la nueva esposa doña María Manuela de Cárdenas, mujer joven y hermana de don Agustín, el primer marqués de Cárdenas. Pero poco tiempo después, a pesar de no haber sufrido en toda su vida una enfermedad ni aparentemente, estando comiendo el 31 de mayo de 1771, le sobrevino una apoplejía que fue tan virulenta que le hizo perder el conocimiento, los médicos no pudieron hacerle reaccionar y en ese estado falleció unas horas más tarde sin haberse despertado.
Al día siguiente se le enterró en la iglesia de San Francisco de la ciudad de la Habana, donde acudieron todos sus compañeros y la viuda. Presidía el duelo el capitán general Bailío don Antonio Bucarelly, siendo el que en realidad más sintió la pérdida, pues don Juan Antonio de la Colina, por su esmerada forma nunca tuvo un problema de convivencia, sabía muy bien donde, cuando y a quien le podía dar una orden, pero en cambio a los que llegaron después, todo fueron problemas entre los capitanes generales de la isla y los comandantes del Arsenal, hecho que perduró hasta la pérdida de la isla, lo que a veces, por no decir siempre, iba en busca del beneficio e interés propio, pero en detrimento de la defensa general de la Isla y lo peor, de España.
Pensamos queda demostrado que don Juan Antonio, sin ninguna formación inicial y aún menos ser hidalgo, alcanzó el generalato y no gracias a favores, sino por pura y simple valía personal, lo que no fue muy dado en el siglo en el que sólo podían adquirir ese alto mando por ser hijosdalgo. Hay que hacer notar no era una persona normal, nos referimos a su altura y corpulencia, de joven era capaz de partir con los dedos una moneda de cobre o de plata, lo que demuestra su fortaleza y en la casa que se mandó construir se conservan algunas prendas de su uso en las que queda patente esa corpulencia, pues entre ellas hay una casaca que bien la pueden llevar dos hombres de condiciones normales.
Bibliografía:
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Paula Pavía, Francisco de.: Galería Biográfica de los Generales de Marina. Imprenta J. López. Madrid 1873.
Rodríguez Crespo, Joaquín.: Navío Santísima Trinidad 1769-1805. Ediciones el Hobby, S. L. Madrid. 2007.
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