Tellez Giron y Fernandez de Velasco, Pedro Biografia

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Biografía de don Pedro Téllez Girón y Fernández de Velasco
 Retrato de don Pedro Téllez Girón y Fernández de Velasco. Virrey de Sicilia y Nápoles. Caballero del Toisón de Oro. Grande de España. III Duque de Osuna. (El Gran) II Marqués de Peñafiel. VII Conde de Ureña. Más otros Señoríos de la Casa.
Pedro Téllez Girón y Fernández de Velasco.


Virrey de Sicilia y Nápoles.
Caballero del Toisón de Oro.
Grande de España.
III Duque de Osuna. (El Gran)
II Marqués de Peñafiel.
VII Conde de Ureña.
Más otros Señoríos de la Casa.

Orígenes

Vino al mundo en la villa de Osuna el día 17 de diciembre del año de Gracia de 1574.

Fueron sus padres don Juan Téllez Girón segundo duque de Osuna y doña Ana María de Velasco, hija del Condestable de Castilla y señora de grandes dotes; tantas que en la corte se comentaba «Si doña Ana se trocara en don Juan y don Juan en doña Ana, se vería en la casa de Girón un caballero de gran valor y una dama de mucha piedad», ambas cualidades fueron heredadas por el hijo, como se verá.

Fue su abuelo el primer duque de Osuna nombrado virrey de Nápoles y allí se llevó a su nieto.

Hoja de Servicios

Al volver a España el joven, hablaba con perfección el italiano y el latín, siendo su naturaleza dotada de una proverbial memoria; en Salamanca, realizó estudios de matemáticas, elementos de mecánica y arquitectura con aplicación en las fortificaciones, sin dejar de lado las humanidades, al volver a su casa, se le impuso un ayo, con el que aprovechó su tiempo en el provecho de la historia y la geografía; al mismo tiempo que se ejercitaba con las armas, la equitación y otros ejercicios corporales, todo porque su abuelo quería que fuese un «caballero de capa y espada»

Sus inclinaciones estaban del lado de la carrera de las armas, que cumplió yendo a Aragón con motivo de las alteraciones que allí se producían, a las órdenes de don Iñigo de Mendoza, teniendo sólo catorce años de edad.

Como el conflicto duro poco, se le dio el cargo de ayudante del duque de Feria, que había sido nombrado embajador extraordinario de España en Francia, por ello se instaló en la Embajada de España en París.

Como la capital le resultó poco edificante, se dedicó a la lectura, formando allí el fondo de lo que llegaría a ser una gran biblioteca.

Pero sí aprendió en las ciencias y letras de la diplomacia, pues presenció en audiencia con el rey Enrique IV y lo jefes de la Liga Católica, el ir y venir, de unos y otros, en sus desavenencias.

Después de Francia, quiso don Pedro conocer Portugal, viajando a su costa, pero con recomendación del Rey; desde allí escribió a don Fernando de Velasco una larga carta de impresiones y juicios, primer documento suyo que se conoce.

Viniendo a la corte, donde se hizo estimar del secretario don Juan de Idiáquez, tal vez resorte de la designación para volver a París con la embajada que iba a celebrar las paces ajustadas.

Murieron casi al mismo tiempo el rey Felipe II y don Juan Téllez Girón, heredando don Pedro, la Grandeza de España con títulos de III duque de Osuna, II marqués de Peñafiel, VII conde de Ureña, con otros señoríos de la casa.

Fue tachado de liberal y aún de libertino, pues su fama en el manejo de la espada y sus amoríos, provocó que fuera desterrado de la Corte con residencia en Sevilla, por nuevos escándalos tuvo que salir de la ciudad regresando a casa natal en Osuna y al final fue encarcelado en Arévalo.

Sin que las aventuras que le habían adjudicado renombre de espadachín quimerista, cesarán se casó con doña Catalina Enríquez de Rivera; hija del duque de Alcalá y de doña Juana Cortés, que era hija del conquistador de Méjico.

Antes por mayor notoriedad sufrió segunda prisión, de que de evadió, marchando a los Países Bajos, lo que deseaba desde hacía mucho tiempo y había solicitado, pero siempre se le había negado.

Recibido en Flandes con singular aprecio del Archiduque y no menos de la infanta Isabel Clara, causó no obstante confusión en la Corte y en el Consejo de la Guerra, por no saber que destino ni cargo otorgarle, que correspondiera a su categoría de Grande de España.

Pero una vez más demostró de lo que era capaz: en la causa que le juzgó por su fuga, al retornar a España el juez Chumacero dijo: «Don Pedro Girón en Flandes sentó plaza de soldado con cuatro escudos de paga al mes, en la compañía del capitán don Diego Rodríguez, del Tercio del máestre de campo don Simón Antunez, hasta que se le encomendaron dos compañías de caballos. Que sirvió sin diferencia de los demás soldados; gastó mucho dinero de su hacienda y fue tenido por padre, amparo y ejemplo de soldados y excelente capitán»

Reunidas en la Esclusa una división de ocho galeras y tres buques cargados de batimentos, intentaron llegar a Ostende, pero los holandeses estaban esperándolos y les causaron muchas pérdidas, la más dolorosa la de don Federico de Espínola, que una bala de cañón acabó con su vida.

El comportamiento de don Pedro fue como de hombre que buscaba la evidencia; a todos admiró su arrojo no menos que la serenidad, encareciéndolo tanto los testigos al general en jefe, don Ambrosio de Spínola que éste, aunque afligido por la pérdida de su hermano, transmitió la noticia al Archiduque y un gentil hombre de la casa vino expresamente en comisión a felicitar a don Pedro por primera actuación de guerra acaecida en la mar.

Marchando al poco tiempo al sitio de Grave, dio a la infantería del conde Mauricio una carga con arrojo calificado de temerario, en que perdió treinta hombres y el caballo que montaba y recibiendo un tiro de mosquete en la pierna, que sin ser grave, por no afectar al hueso, lo tuvo en la cama un mes, después le hizo sufrir toda la vida: llevándolo en camilla se cruzó con un jesuita, diciéndole: «Padre, si no fuera casado profesaría en vuestra Orden, a fin de multiplicar los cojos en la Compañía» haciendo una clara alusión a su fundador San Ignacio de Loyola, que a su vez fue herido en una pierna de un disparo en el sitio de Pamplona.

Era tanto el aprecio conseguido entre la tropa, que los Archiduques le encomendaron la labor para que apaciguara al ejército, pues éste por la siempre cuestión de no cobrar, por la persistente falta de dinero, se había revuelto en Flandes; lo que prácticamente consiguió con su sola presencia.

De nuevo en Ostende, a las órdenes de Spínola, realizó un ataque a las trincheras enemigas, con tanta energía que llegado al punto cogió de su propia mano a dos enemigos. Distinguiéndole el propio archiduque Alberto, la honra de trocar su espada Real por la del voluntario español.

De descanso de la pasada campaña del año de 1604, se fue el duque de Osuna de viaje particular a Londres, por conocer la capital y sus sistemas navales, que estudiaba a la par que los terrestres, sin ninguna diferencia por su interés.

Coincidió con las grandes fiestas que en dicha capital se celebraban, por la paz conseguida entre el rey Católico y Jacobo I, siendo recibido por el monarca inglés con muchas honras, y se vió muy satisfecho al poder hablar con él en latín.

El Archiduque Alberto escribió «La memoria de la campaña de 1605»; en ella comentaba las operaciones llevadas a cabo por Spínola, conde Mauricio y las del duque de Osuna diciendo de éste último: «Ya estoy en disposición de juzgar al duque, aprovechando en sus lecciones, hasta cierto punto, pues tratándose de acometer, bien que su persona no fuera obligada a evitar por la responsabilidad del mando el peligro, excedía ordinariamente los límites de la prudencia y más que nunca lo hizo en la batalla de Broeck, entrando tan al centro del ejército enemigo, que estuvo un momento prisionero, habiéndole sujetado las riendas del caballo, y con todo se libró, pareciendo milagro que saliera ileso entre la lluvia de balas que le dispararon»

De nuevo hubo otro motín de los soldados imperiales, que pudo comprometer la suerte del Estado y que por único instrumento supo reducir el duque a la obediencia.

En el año de 1606, embistiendo a la plaza de Grool, en el asalto una bala de mosquete le arrancó el dedo pulgar de la mano la espada, quedando de momento imposibilitado, se recuperó muy pronto.

Tratando de recuperar la misma plaza el conde Mauricio, le sorprendió de noche don Pedro e introdujo un socorro de ochocientos hombres, con lo que el esfuerzo del conde se vino abajo, viéndose obligado a levantar el sitio.

Llegada la paz a Flandes, quiso el Duque regresar a España, como era preceptivo demandó el permiso a los archiduques, quienes a su vez lo pidieron al Rey, por sus méritos le fue concedido el Toisón de Oro, que con gran ceremonia le fue impuesto por su acción del asalto de Grool.

No sin pesar salió de Bruselas, tan pronto como llegó a Madrid, después de una audiencia privada con el Rey, éste llamó al Consejo, que en su presencia se reunió, siendo oído el Duque durante dos horas, sin olvidar materia alguna, dada su proverbial memoria. Impresionado el Consejo con las explicaciones de don Pedro sobre la situación en que había quedado Flandes, S. M. vino a nombrarle su gentil-hombre de cámara con plaza en el Consejo de Portugal, además de ser su consejero personal sobre los negocios de Flandes y de la tregua con Holanda.

Se vió en la necesidad de aprender a manejar la mano izquierda, con la soltura con que lo hacia con la derecha, pero mutilado de esta y con su acostumbrado fervor, aprendió a manejar la pluma, la espada, la pistola y el tenedor, de modo que no echará en falta la mano diestra en la que le faltaba el dedo pulgar.

Reunido el Consejo para designar virrey de Sicilia, se levanto el Duque y dirigió las siguientes palabras:

Comillas izq 1.png «Si la previsión de un gobierno cualquiera, requiere grave consideración, creo, señor, que el virreinato de Sicilia la merece como ninguno. Sicilia es llave del reino de Nápoles, joya de la corona de V. M., y salvaguarda de la libertad en tosa la península itálica. El imperio otomano la codicia y acecha de continuo con la esperanza de hacerla un día o el otro tributaria suya; bien lo sabía Carlos I, de feliz memoria, abuelo de V. M., cuando en previsión de lo futuro dio la isla de Malta a los caballeros desalojados de Rodas, a condición de hacer continua guerra al Turco desde aquel baluarte; pero ya la medida es ineficaz contra enfermedad tan aguda. Aquella isla noble y feracísima, que forma un triangulo de 700 millas de superficie, tan próxima a Nápoles que sólo la separa un estrecho de tres millas, es de naturaleza que fácilmente se hace inexpugnable por aquella parte, como puede serlo por la que confina con Malta. No obstante, la mar es grande, las fuerzas de V. M. remotas, y las del turco potentes y vecinas, de modo que pueden pasar, como pasan, de uno a otro lado, atendiendo a que los venecianos no cuentan con armada propia, ni la emplearan en otra cosa, complaciéndoles más bien ver perpetuamente acosada la isla de corsarios, por los celos que la monarquía de V. M. les da.

Con tantos reinos, con tan considerables recursos, no ha podido vencer la augusta Casa de Austria a un puñado de rebeldes en los Países-Bajos, porque su gran piedad la debilita, y el Turco, porque hace depender del interés la religión, y de la autoridad la vida y la sustancia de sus vasallos, triunfa y se extiende de manera que, si no se remedia, será pronto monarca y castigo de Italia.

¿En qué consiste la fuerza de un Estado? Si en el valor de la nobleza, en la fidelidad de los súbditos, en la reputación de las armas, en el número de los soldados, ninguno debe igualar al de V. M., porque no hay soberano que de tantas prerrogativas pueda loarse, y sin embargo, con menos recursos y fuerza, por sistema distinto el turco se ha hecho terror del mundo por las armas.

Será injusto y tirano en el interior, mas no descuida medio de ser más y más poderoso fuera, y odiando a la casa de V. M. por el odio que ella tiene a los infieles, no piensa en otra cosa que en molestarla, siendo blanco principal de su saña los pobres sicilianos, como si fueran venidos al mundo para presa suya. Bien puede decirse que V. M. no tiene de aquel reino más que el título, y que disfrutan de usufructo los corsarios turcos.

Quisiera Dios que las rebeliones que allí se han sucedido reconocieran otras causas ¿Cómo han de amar los sicilianos a un príncipe que no los defiende? ¿Cómo ha de serle adictos, viéndose abandonados a la crueldad de los bárbaros? Sepa V. M., que de treinta años a esta parte han verificado los turcos más de ochenta desembarcos en Sicilia, ya en un punto, ya en otro, habiendo año en que se han contado cuatro, y en todos, tras el saqueo, ha iluminado el incendio el acopio de esclavos cristianos, que despuebla la isla, priva a la Corona de tantos súbditos y agobia el Erario, con el rescate que se ha discurrido por remedio del mal, con gran escándalo de la Cristiandad, sorprendida de un Rey católico que posee medio mundo no alcance a corregir ese mal crónico.

Ahora que V. M. va a designar virrey para Sicilia. ¿Irá a ser testigo de la miseria y de las ruinas que cada día causan los piratas en aquel reino infeliz y de la grita con que encadenan y embarcan en las galeras los esclavos? ¿Irá a servir de gacetero de la corte para avisar desembarcos, incendios de ciudades y asaltos de castillos, y que los partes pueden archivarlos en la secretaría, fatalidad ordinaria?

Bien sabe Dios la aflicción que me causa esta exposición, que debo a la responsabilidad del Consejo, y muy particularmente a un Rey que funda su grandeza, como católico de título y de verdad, en la justicia. Dos determinaciones pueden adoptarse, en mi opinión, acudiendo al remedio de esos daños intolerables: negociar con el turco la seguridad de Sicilia mediante tributo, o espumar la mar de corsarios constriñéndolos a envejecer en sus puertos. Pensar en el primero sería abrir una brecha mortal en la gloria de V. M., y echar el ignominioso borrón de otras naciones en la nuestra; de modo que habrá de pesarse en el segundo, pues harto ha durado la situación lastimosa e indigna de los piadosos sentimientos de V. M., en que se ven los sicilianos, y de no acabar, pudiera llevarlos a la desesperación. Vaya el virrey que se designe ahora con la firme resolución de levantar el espíritu de los insulares, y que halle en V. M., el apoyo de la autoridad y los recursos indispensables a una obra tan laudable» Comillas der 1.png


El hecho fue que, acordado por el Consejo y a su cabeza el rey Felipe III, se le nombró en el mes de febrero del año de 1606, recibiéndolo con fecha dieciocho de septiembre siguiente el título como Virrey de Sicilia, en cuyo cargo tuvo una actuación destacadísima, siendo una de sus principales preocupaciones reorganizar la marina, como mejor medio de defender la isla contra las incursiones de turcos y berberiscos.

Tan escasos de remeros para las galeras como, sobrados de pícaros, pordioseros con taras simuladas, que infestaban las calles y las puertas de las iglesias, el duque de Osuna virrey de Sicilia, ideó un sistema de reinserción que resolviera simultáneamente ambos problemas:

«Convoco un concurso de saltos de altura, con premio de un doblón para los que superasen un listón y un escudo de oro para los que lograsen salvar otro más alto: fue un éxito de asistencia; cojos, ciegos, mancos, tullidos de toda especie se curaron instantáneamente para aspirar al premio: los que lo lograron, obtuvieron su doblón o su escudo…más diez años de condena a galeras por tramposos»

Bajo su mandato las galeras sicilianas alcanzaron un alto grado de eficacia y disciplina, y con ellas se impuso al poderío naval de los turcos. Tanto que fue el primero en demostrar, que con tácticas y esfuerzo se podía ganar con las galeras a los buques redondos, acción que realizó en dos ocasiones quedando demostrada y no solo eran palabras.

También logró autorización para armar en corso buques de su propiedad, que realizaron muchas presas; de sus botines el rey recibía una quinta parte y otra la Hacienda Real, sus hombres otro quinto y el resto era para él, que lo solía utilizar en construir más buques y mantener incluso de su pecunio particular los buques de la corona.

En el año 1616 fue nombrado Virrey de Nápoles y entonces se aplicó, asimismo con firmeza, al fortalecimiento del ejército y de la marina, construyendo galeones y galeras, más la recluta de las dotaciones para ellos, que por cierto escaseaban, ocurriendo una anécdota porque ya era viejo zorro en estas cuestiones, no hay que olvidar que él mismo por ese tipo de cuestiones incluso había visitado las cárceles:

«Paseando un día por la ciudad se dio cuenta de que habían muchos tullidos, le parecieron demasiados con respecto al total de la población, le recordó Sicilia pero como ya estaban advertidos los de la ciudad, tuvo que inventarse otro método:

Llegó al palacio y dio orden, de que en una carreta con seis hombre, dos a las riendas y cuatro, uno para cada saco de monedas de oro de su hacienda, recorrieran la ciudad arrojándolas; ante la lluvia de oro, de pronto los tullidos dejaban de cojear, a los mancos les crecían los brazos y los que llevaban muletas las arrojaban para recoger las monedas, detrás del carro iba una compañía de infantería de los tercios y a todos ellos los detenía por tramposos y mentir, ya que al hacer visible un defecto físico inexistente incurrían en ello para evitar el ser reclutados, para la marina o el ejército, además de retirárseles las monedas que habían recogido»

Así consiguió las dotaciones precisas y con la práctica, y algún latigazo, se convirtieron en unas dotaciones instruidas y disciplinadas.

El nuevo virrey creó una importante escuadra, que resultó modélica entre las muy más profesionales de la época en nuestra Marina, dado que por la cédula real podía escoger en todo el reino a sus capitanes y alferezes, predominando los vizcaínos y castellanos.

Al frente de una de sus divisiones puso al capitán don Francisco de Rivera, natural de Toledo, que ya se había distinguido en ocasiones anteriores; su capitana era el galeón Concepción, de 52 cañones; la Almiranta, de 34, mandada por el alférez Serrano; la Buenaventura, de 27, y mandada por el alférez don Iñigo de Urquiza; la Carretina, de 34, mandada por Valmaseda; el San Juan Bautista, de 30, mandada por don Juan de Cereceda y el patache Santiago, de 14, mandado por Gazarra; como era costumbre se alojaron en los buques 1.000 mosqueteros españoles.

Dispuesto a llevar la guerra a las aguas enemigas, Rivera recaló en Chipre, y después de reconocer Famagusta y otros puertos, se puso de crucero sobre el cabo de Celidonia, esperando al enemigo, éste se dejaría ver confiado en los pocos buques españoles y no tardarían en ser atacados.

Efectivamente, no tardaron demasiado y en forma de una gran escuadra compuesta por cincuenta y cinco galeras, que suponemos no dudarían en aplastar a los españoles, por solo contar con media docena de buques cristianos.

Eran desde luego inferiores las galeras a los galeones pero la escuadra turca, reunía no menos de 275 cañones, frente a los 95 por banda que podían poner en línea los españoles; ellos llevaban unos doce mil hombres (aparte de los remeros) contra los mil seiscientos españoles. La victoria no parecía dudosa.

Cuando Rivera divisó al enemigo, ordenó a sus buques ceñir el viento con trinquete y gavia, de ellos cuatro en línea de popa con proa eran los: Concepción, Carretina y Almiranta, siguiéndoles el patache Santiago, mientras dejaba en la reserva a su retaguardia los otros dos.

Lo turcos inmediatamente adoptaron su clásica formación de media luna, pretendiendo envolver a los temerarios cristianos.

Sobre las nueve de la mañana del catorce de julio del año de 1616 se rompió el fuego, terminando el combate a la puesta del Sol, retirándose los turcos muy maltrechos pues ocho de sus galeras estaban fuerte escoradas por los efectos de la artillería española y sin que hubieran podido llegar a ser abordados, ya que no les dejaron acercarse y pasándolo muy mal por los efectos de los cañones enemigos.

Pasaronsé la noche los turcos entre recriminaciones, arengas y nuevos planes, para trata de devolverles la fuerza moral, al día siguiente se acercaron más y se pusieron a tiro de mosquete, lo que agravó mucho más la situación, pues los españoles no hubo ninguno que no les tirase, retirándose al anochecer con diez galeras más escoradas por el mismo efecto anterior.

En éste día quince de julio destacó especialmente en la acción la Carretina, pues batió a los turcos de enfilada con un eficaz y contundente fuego; los turcos se habían dividido en dos grupos, que atacaron a la capitana y la almiranta españolas desdeñando a las más pequeñas.

En la nueva noche volvió a repetirse la escena, de nuevos planes y recriminaciones, incluidas las arengas, para alzar la moral de las tripulaciones y pensando que a la tercera iría la vencida, poniendo fin a la insolencia del enemigo cristiano, que osaba combatirles en sus propias aguas.

Al amanecer del día dieciséis de julio, preparados y reforzados de moral arremetieron, con tanta fuerza que lograron meterse debajo de la capitana, para aprovechar su ángulo muerto, pero Rivera que había previsto tal posibilidad, colocó al patache Santiago, en la proa de la capitana, con lo que al llegar las galeras turcas, comenzó a dispararles de flanco, provocando la huida de estos sobre las tres de la tarde, pero después de haber perdido a una de sus galeras, hundida, más dos totalmente desarboladas y otras diecisiete gravemente dañadas, escoradas o dando a la banda.

En otras crónicas de la época se afirma que fueron cinco las hundidas y dos más voladas; lo que si queda demostrado es que la escuadra turca quedó deshecha, por la indómita postura adoptada por ellos, que después de tres días de combates consecutivos y el exponerse al fuego en corta distancia con los galeones, fue el resultado de que sus bajas se estimaran en mil jenízaros, más otros dos mil entre marineros y remeros, pero lo peor fue verse vencidos por su enemigo inferior en buques y en sus propias aguas.

Los buques de don Francisco sufrieron treinta y cuatro muertos, y noventa y tres heridos graves, siendo muchos más los leves por astillazos y contusiones; más la artillería enemiga había causado grandes destrozos en aparejos, especialmente sufridos por la capitana Concepción y por el patache Santiago, que fueron remolcados por sus compañeros.

En todo caso era un coste mínimo para tan gran victoria, desde Lepanto la mayor de las armas cristianas sobre las de la Sublime Puerta.

Al conocerse el resultado de los combates, la euforia se desbordo, más por lo que representaba el que una escuadra turca con doce mil hombres, pudiera haber llegado a las costas de Sicilia o de Calabria, que por el resultado en si del enfrentamiento, tan dispar en tamaños de buques.

Un Rey agradecido, Felipe III recompensó a Rivera con el título de almirante y le concedió el hábito de la orden de Santiago.

Pero no por este resultado se pensó que las galeras ya debían de pasar a mejor vida; Osuna mandó diez de ellas al Egeo, poco tiempo después con la orden de hacer el corso y atacar el tráfico de los turcos, para intentar ayudar a los griegos en su rebelión contra ellos.

Estando en esas aguas, se encontraron con una escuadra turca de igual cantidad y que llevaban a dos genovesas de presa; como siempre después de duro enfrentamiento, los nuestros hundieron a dos, apresaron a cinco y salieron huyendo las tres que quedaban, represando a las dos genovesas. Lo que ocurrió en esta ocasión es que las enemigas, no pudieron efectuar su táctica de alejarse a su gusto, como cuando habían sido maltratadas por los buques de vela: que era la de huir a fuerza de remo contra el viento, porque aquí eran el mismo tipo de buque y fueron perseguidos por los del Duque, lo que les causó las graves pérdidas mencionadas.

Se pensó, como la táctica mejor, dado el resultado del anterior encuentro, el hacer flotas conjuntas, pues las galeras podían servir de elementos de ayuda a los galeones, ya que podían sacarlos de un combate o cuando faltara el viento remolcarlos y ayudarles a formar la línea, convirtiéndose en auxiliares muy importantes, además de su velocidad y potencia de fuego, y como trasportes de infantería; la mayor dificultad estaba en poder combinar los movimientos de los dos tipos de buques, pues una descoordinación podría llevarlos a la pérdida de un combate, frente a un enemigo diestro y decidido.

Un claro ejemplo fue sin duda el combate del año de 1617, el denominado combate de Ragusa. En esta ocasión era la República de Venecia, sempiterna enemiga de España en nuestras posesiones de la península itálica.

Después de diversas operaciones, de la escuadra de Nápoles, impuso su dominio en el Adriático, otra vez Rivera mandando quince galeones, zarpó de Messina el nueve de noviembre de 1617, dejando atrás a las galeras, porque la mar muy agitada las hacía poner en peligro; después de una escala en Brindisi, penetró Rivera en el Adriático, aunque las órdenes recibidas eran de hacer crucero por el estrecho de Otranto, pero las corrientes y vientos le hicieron arribar a Ragusa, donde entró el día diecinueve; allí fue descubierta la escuadra española por los venecianos, que contando en su escuadra con dieciocho galeones, seis galeazas y treinta y cuatro galeras, como es de imaginar dieron la batalla por ganada, además llevaban por almirante a un Veniero.

El día veintiuno los venecianos se desplegaron en media luna, estando ya cerca de los españoles al anochecer; la oscuridad impidió el combate, pero no se perdieron las caras, pues permanecieron al pairo con los fanales encendidos.

Los españoles no estaban en la mejor de las situaciones, ya que al caer el viento por completo se fueron distanciando, quedando muy desperdigados y sin poderse prestar ayuda mutua; en cambio las galeras venecianas, si podían remolcar a sus galeones y rodear a los buques españoles.

Tres horas antes de amanecer, con las primeras luces del día, los venecianos comenzaron a moverse, pero lo que salvó a Rivera fue que se levantó un ligero viento del este al amanecer, el viento favorecía a los enemigos, pero permitió la reagrupación de los españoles, que por orden de Rivera ciñeron al máximo y les llevó a formar la línea; como siempre nuestro almirante quiso pasar al ataque, en la misma posición en la que se encontraban, ciñendo todo lo que le permitía su buque capitana, un soberbio galeón de 68 cañones, lanzándose contra el enemigo, que todavía tenía formada la media luna y con las galeras en vanguardia remolcando a sus galeones.

Por unos instantes parecía que el galeón capitana iba a ser envuelto, pero el resto de la línea le seguía en su apoyo inmediato, rompiéndose el fuego, con vivísima efectividad y rapidez, lo que desconcentró a los venecianos; al verse venir encima a los galeones las galeras venecianas picaron los cables de remolque ciaron y abandonaron a sus galeones, lo que provoco un apelotonamiento y confusión que obligó a retroceder a los venecianos, siendo ellos en número muy superiores, pero tuvieron que huir para no sufrir una derrota completa, ya que entre ellos no se dejaban espacio para abrir fuego por interponerse unos sobre otros.

Las galeras no se decidieron a abordar a los galeones españoles, los galeones venecianos habían quedado dispersos, frente a la bien formada línea de los españoles y todos se acordaban, de lo mortal que eran los mosqueteros españoles, cuando alguien se atrevía a ponerse a tiro (además hubo un tiempo en que eran aliados y nadie mejor que ellos los conocían, porque los demás lo sufrían).

Los españoles tampoco intentaron abordar a los venecianos, pero con justicia y conocimiento, pues eran muchos menos y una victoria se podía convertir en una derrota.

Sin embargo lo que tan poco ha costado de contar duró catorce horas, lo que significa la paciencia y las decisiones que se pueden tomar en ese tiempo; retirándose los venecianos al anochecer completamente derrotados; se habían perdido cuatro galeras hundidas y muchas más averiadas, de sus galeones el San Marcos, que era la capitana quedó desarbolado y acribillado a balazos, teniendo que ser remolcado, al igual que algunos otros de su escuadra; en total tuvieron cuatro mil bajas, entre heridos, muertos y ahogados, por unas trescientas de los españoles.

Pasada la noche, Rivera persiguió a sus enemigos, pretendiendo obtener una más completa victoria, pero los venecianos, que aún seguían siendo muy superiores, prefirieron la huida abiertamente.

Ya separadas las escuadras, una violenta tempestad obligó a los españoles a que pusieran rumbo a Brindisi y las venecianas a Manfredonia; pero los daños del combate en las naves enemigas, hizo que lo pasaran muy mal, tanto que perdieron nada menos que a trece de sus galeras y una galeaza, en su intento de alcanzar el puerto, incluyendo la pérdida de otros dos mil hombres.

Tal como sucedió parecía la venganza del Dios Eolo, en compensación a las pérdidas ocasionadas a los españoles en otras ocasiones, favoreciendo a los tan gallardos como hábiles vencedores, poniendo un broche de oro a su heroicidad; por una vez lo que no habían conseguido los cañones, lo hizo el temporal.

Sirva esto, para demostrar dos cosas, la primera: el buen sentido de la oportunidad y decisión, con que el duque de Osuna escogía sus hombres y no ocultaba sus hazañas; la segunda: reivindicar la figura de Rivera, tan injustamente olvidado; pues el haber vencido a cincuenta y cinco galeras con sólo cinco galeones y un patache, más vencer a la escuadra veneciana, con dieciocho galeones, seis galeazas y treinta cuatro galeras, con tan sólo quince galeones; es suficiente mérito para ser uno de los más grandes almirantes de España y quizás de todos los tiempos; si fuera de otra nacionalidad, lo conocerían hasta en los confines de la Tierra.

Al regreso a Nápoles se le ocurrió ir a visitar uno a uno a todos los galeotes de sus galeras, (es otra anécdota de este hombre, que deja muy alto sus formas y conocimientos), fue preguntando a cada uno, la razón por la que s encontraba en esa situación; todos le argumentaban alguna de disculpa o mal entendido, que todos eran inocentes y buenos, como que, él no era el asesino o que a él, el alguacil de su pueblo le había tomado ojeriza, el caso es que ninguno era culpable, todo era un error de la Justicia, hasta que llegó a uno que le contesto: «Soy culpable de asesinato, mate a mi mujer y su amante al encontrarlos en mi cama»; prosiguió en la revista y al terminar regresó a éste último, al cual le dijo: «¡No puedo permitir que un asesino esté entre tanta buena gente!» mandó que le quitaran los grilletes y le dio pasaporte para que retornara a España, además de darle algún dinero, a lo que el galeote se negó y le pidió licencia para alistarse en la Infantería alegando: «En España no tengo a nada ni a nadie, perdí a mi mujer, mi trabajo y mi casa, por lo tanto os ruego me permitáis quedarme en Nápoles», así se cumplió.

¡Así era don Pedro Téllez un hombre sin igual! Sus decisiones eran siempre imprevisibles, razón más que suficiente para ser una persona ejemplar y temida por sus enemigos, ya que nunca demostró su punto débil, si es que lo tenía.

En 1620 fue destituido acusado por sus enemigos, guiados por la constante envidia, tenida siempre a los triunfadores; siendo acusado de pretender independizarse de la corona de España, cosa que nunca paso por su cabeza, aunque lo acumulado le diera para ello.

La escuadra que el Duque creó a sus expensas y que tantos éxitos dio a España, conducidas por valerosos jefes, llegó a sumar veinte galeones, veintidós galeras y treinta embarcaciones de menor porte.

Pero a su salida del virreinato, por la falta de un jefe ecuánime y ejemplar, la escuadra fue decayendo en buques y hombres, por la falta del sempiterno dinero para su mantenimiento, lo que provoco que en 1623 fuera incorporada a la de España, desapareciendo por completo su obra.

Según don Cesáreo Fernández Duro, expone y dice:

«Todavía consiguió algo de lo que se propuso al crear modelos sometidos a experimentación, pues con las modificaciones que introdujo vinieron a destruirse en la marina real, prácticas antiguas inconvenientes; principalmente, la de nombrar un solo capitán por bajel en vez de los dos, de mar y guerra, que la rutina mantenía»

«Los defectos de esa gran figura cuente el que se ocupe de su vida, y brille aquí, adornada de la corona naval que ninguna otra le disputa en nuestra historia. La de don Álvaro de Bazán, en la ejecución; la de don García de Toledo, en la energía; la de don Diego Brochero en la organización; las de Patiño y Ensenada, en el pensamiento, no la exceden; pues el Duque a reunir las condiciones de estos ilustres próceres, sin que ellos ni otro alguno, antes o después, alcanzara a discernir mejor, que cosa es marina militar, como se forma, para que sirve, y para que aprovecha»

Don Francisco de Quevedo y Villegas, condensó sus triunfos en este soneto:


« Diez galeras tomó, treinta bajeles,
ochenta bergantines, dos mahonas;
aprisionóle al turco dos coronas
y a los corsarios suyos más crueles.


Sacó del remo más de dos mil fieles,
y turcos puso al remo mil personas;
y tú, bella Parténope, aprisionas
la frente que agotaba los laureles.


Sus llamas vió en su puerto la Goleta;
Chicheri y la Calivia saqueados,
lloraron su bastón y su jineta.


Pálido vió el Danubio sus soldados,
y a la Mosa y al Rhin dió su trompeta
Ley, y murió temido de hados »

Ya la opinión general del reino de España se puso de parte del duque de Osuna, reconociendo sus relevantes servicios prestados a su Rey y a España.

Faltar pudo a su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava Fortuna.


Lloraron sus envidias una a una,
con las propias naciones extrañas;
su tumba son de Flandes las campañas,
y su epitafio la sangrienta Luna.


En sus exequias encendió el Vesubio,
Parténope; y Trinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio:
dióle el mejor lugar Marte en su cielo;
La Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.
Francisco de Quevedo y Villegas.

Como epitafio para el Gran duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón.

Lo que no habían conseguido, los venecianos, berberiscos y turcos, ni los alfanjes, los arcos y sus flechas, las ballestas y sus dardos, los arcabuces y su metralla, ni los cañones con sus proyectiles, lo consiguieron un grupo de cortesanos, movidos por la envidia, extraviando con malos consejos, el buen criterio del Rey, añadiendo en ello que algunos vieron peligrar sus «Mercedes», como lo demuestra la persecución sobre su persona del todo poderoso conde-duque de Olivares, metiéndolo en diferentes cárceles en las que incluso fue torturado, a pesar de su Grandeza de España; el duque de Osuna, que contra toda ilegalidad había luchado toda su vida, cayó victima de esa misma injusticia. A lo peor los galeotes tenían razón.

Falleció en la población de Barajas, actual provincia de Madrid el 24 de septiembre de 1624, contaba con cincuenta años de edad

Bibliografía:

Fernández Duro, Cesáreo: El Gran duque de Osuna y su marina. Madrid. 1885. Sucesores de Rivadeneyra.

Martínez-Valverde, Carlos. Enciclopedia General del Mar. Ediciones Garriga. 1957.

Revista General de Marina. Misceláneas varias de otros varios cuadernos.

Rodríguez González, Agustín Ramón.: Revista General de Marina. Cuaderno de julio de 2000, pp. 85-92.

VV. AA.: Colección de documentos inéditos para la historia de España. Facsímil. Kraus Reprint Ltd. Vaduz, 1964. 113 tomos. Esta obra es conocida como el CODOIN. Abreviatura de Colección de Documentos Inéditos de la Historia de España.

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